Visita a la Ramón Falcón
“Quedate ahí. Andá a escribir. Los apuntes en caliente son los más valiosos”, me escribió mi amigo Alfre.
“Esa búsqueda por la historia de Alf es emocionante. Escribí mucho. Es el momento justo, tiene razón Alfre”, agregó Cari.
Caminé varias cuadras en búsqueda de un lugar para hacerlo. Más cuadras pero no había ningún café para sentarse a escribir y calmar el hambre de las dos de la tarde. Espalda empapada de sudor por la mochila que cargaba y por el calor de lo que restaba del verano. La YPF de la esquina de la Avenida Independencia y Avenida Jujuy pintó como mejor opción. Mesa cómoda, aire acondicionado, tostado de jamón y queso y café con leche. “Con no tanta leche, por favor”. Parece que es el único café de la zona ya que todas las mesas estaban ocupadas por estudiantes, gente con laptops en reunión de trabajo, viejitos con hambre que miraban las noticias en la tele del dengue en San Miguel mientras ya comían sus tostados y sus cafés con leche. Con mucha leche.
Hoy fui a conocer la Ramón Falcón, el hogar de niños del que Alf tantas anécdotas nos contó. Su memoria precisa habían descrito las escaleras, el comedor, los cuartos, las aulas, los celadores, el director, la enfermería, la placita de al lado, los compañeros, las travesuras, los campeonatos, las alegrías, las tragedias. Los espectáculos de los actores cómicos, las salidas a la cancha, las visitas de los mecenas.
Romina me había dicho por teléfono que podría pasar cualquier día de la semana antes de su receso de las 14 horas. A dos cuadras del hogar comencé a cruzarme con estudiantes con el uniforme de la escuela Ramón L. Falcón, institución gracias a la cual el hogar puede mantenerse. Apenas. El edificio de la escuela ocupa el lugar de la placita donde Alfredito junto con sus compañeros iban a desgastar la energía acumulada. La cuota de esa escuela de $10 000 por alumno, equivalentes a menos de diez dólares, “alcanza para pagar los sueldos y mantener a los doce niños que viven actualmente en el hogar”, me explicó el actual director que lleva ese cargo desde los años noventa, quien me regaló unos minutos para contarme algunas cosas antes de volver a la reunión que tenía con el gobierno de la ciudad.
La simpática Romina irradia buena energía. Con casi cincuenta años vive en el hogar desde sus nueve. Su madre tomó el cargo de cocinera por los años ochenta y trabajó allí hasta su fallecimiento, hace un par de años. Allí también creció el hijo de Romina hasta que se hartó. El joven de veintitrés años no soportó más vivir allí y hace uno decidió independizarse. Ese joven hizo toda su educación en la escuela de al lado y ahora está estudiando Administración de empresas.
Romina me permitió recorrer todas las instalaciones a piacere acompañada por ella y luego sola. Pude ver todo lo que quise, sacar fotos y charlar con algunos de los chicos que viven ahí.
El patio que ahora está cubierto supo ver el cielo e inundarse por lluvias. A la derecha está el comedor con sillas sobre las mesas que ahora sobran. Una celadora, la más antigua allí, que entró hace treinta y siete años, estaba sentada cortando pan. Al fondo, la cocina, en el mismo lugar de siempre. Un armario de vidrio que tiene pinta de ser de lo que fue la enfermería, sirve como alacena. Queda solo un banco a la vista, de esos del mismo granito del piso, pegado a la pared. Me contaron que antes muchos de esos rodeaban el patio pero que hace años los han sacado. La campana que ya no se usa sigue allí colgada sin soga para evitar tentaciones. Algunas pocas placas de bronce siguen colgadas: “Dr Tomás González”, en la puerta de un aula que habrá sido oficina, “Comedor Pedro Cagnoni”, sobre la puerta principal del comedor y un homenaje de los hermanos de Pedro Raggio, “en memoria de quien fue en vida cariñoso, amable y bondadoso con todos los que lo trataron, donan este hermoso recuerdo al Hogar Ramon L. Falcón en mayo de 1943”, son los pocos bronces sobrevivientes de los tantos que han sido robados, como el de la entrada principal. El Rotary Club de Once acaba de donar uno en mármol en reemplazo del que estuvo ahí desde su inauguración en 1905 hasta que hace unos meses desapareció.
Al fondo del patio, una escalera que lleva a las habitaciones y aulas superiores. La que fue la habitación de la primera planta y es la única de piso de madera, es una sala de estar con un par de puffs, una pequeña colección de libros, un metegol y una tele. En el fondo, los baños que ya no son. Un piso más arriba, la única habitación que tiene camas, las mismas de la época de Alf, con colchones bastante nuevos. Los pisos de madera y las camas cuchetas fueron las que más lágrimas me hicieron saltar. Conté diez camas. Allí duermen los doce chicos. En el fondo, el baño. A simple vista, una línea de seis toallones de colores colgados prolijamente y ocho toallas bien blancas. Cortinas de Mafalda y de los Simpson sirven para cubrir la entrada de las duchas. Si bien las duchas y lavabos funcionan, faltan bastantes azulejos.
Un piso más arriba, otra habitación y baños en completo abandono. Las aulas de todos los pisos ya no tienen uso. En el último piso vi la puerta del ascensor y la entrada de lo que fue el departamento del director, tal cual como me lo había contado Alf. Ya hace años que quedó sin habitar.
La entrada al hogar de La Rioja 662, es una puerta con un pasillo largo. Al fondo del pasillo: el patio del hogar. Pegado a esa puerta, en La Rioja 664 y 668, hay una casona que me contaron fue un teatro donde los niños solían ir. La fachada que pinta haber sido hermosa, está tristemente deteriorada. Pedazos de revoque caído, ventanas abiertas con ropa y banderas colgadas. Romina me contó que esa parte está ocupada por la familia de un ex-celador que falleció. Están en un largo proceso de juicio de desalojo. En la calle, un auto abandonado de otras décadas.
Cuando pensaba que ya era demasiada molestia e insinué mi preparación para la partida, Romina me invitó a su oficina para mostrarme algunas cosas más. A falta de fotos me entregó de regalo el formulario de inscripción para el hogar y la lista de pautas establecidas para los niños. Me dijo que eran las antiguas pero no le dije nada cuando leí que “los niños no podrían ingresar con objetos de valor, como celulares”. Y así, como si nada, se le ocurrió algo. Tomó el teléfono y llamó a una de las mujeres del Rotary Club que son los únicos mecenas actuales. Le contó sobre mí y Mary, en altavoz, me hizo entender que le gustaría mucho conocerme y mostrarme documentos de la historia del hogar. Va a invitar a Ana, sobrina nieta del fundador para conocerme el lunes allí mismo. Por lo pronto, tengo unos días para procesar estas nuevas emociones.