Sí, digo bien, onsen.
Mi día en Naoshima es tan extraordinario como lo imaginé pero el cansancio que siento en mi cuerpo es superior a lo que esperaba. Suman casi veinte kilómetros los caminados entre museo y museo y museo por no haber encontrado bicicletas para alquilar: estaban todas agotadas. No había ni una libre en toda la isla.
Si bien los museos me impresionan y quiero ver más y más, durante la caminata de varios kilómetros entre uno y otro, bajo el sol todavía intenso, pienso: “no veo la hora de llegar al hotel y entrar al onsen”. Sí, digo bien, onsen.
Ese lugar que tanta intriga me causaba, lugar al que no me animaba a entrar no solo por la incomodidad que implica estar desnuda y lavarme delante de otras mujeres, sino que mi imaginación siempre me llevó a pensar que un onsen era como un tanque australiano de madera al aire libre con muchos bichos y bacterias dentro del agua caliente, tan caliente que las caras de los participantes no se veían por estar escondidas detrás del vapor.
Anoche fue mi primera experiencia que superé con un muy buen diez felicitada. Hoy, ya me como el mundo.
Llego a la habitación de mi hotel, tiro la mochila, me pongo el pijama provisto y salgo automática para el onsen en el segundo piso. Esta vez ni siquiera uso el baño para cambiarme, sin titubear me saco la remera, el pantalón, la ropa interior, tomo el toallón, esta vez sin cubrirme el cuerpo y entro a la sala de baños decidida, con un aire de yo sé de qué se trata ésto. A la entrada había visto tres pares de zapatos lo que me dio la idea del número de mujeres con las que me iba a encontrar adentro.
Escucho la ducha del fondo, me instalo en la de al lado que está separada por un muro fino y bajo y comienzo los operativos de limpieza. A esta altura creo haber llegado a la conclusión de que en Japón ponen siempre los jabones en el mismo orden. De izquierda a derecha; primero el shampú, después la crema de enjuague y a la derecha el jabón líquido para el cuerpo. Ya no necesito los anteojos para leerlo.
Me ducho bien, me lavo toda, estoy impecable pero mi vecina sigue y sigue derrochando agua y jabón. Ya debe estar transparente. Me levanto del banquito de plástico donde estuve sentada para el operativo, camino bordeando la bañera grande impecable de laja llena de agua caliente, con la frente alta y gran determinación. Me sumerjo y me quedo un rato para aflojar esos músculos de las piernas que tanto me pesan. Veo de reojo piernas de una mujer que está dentro del sauna. Ya no siento la incomodidad de ayer de que alguien desde adentro pueda mirarme de lleno. Me quedo disfrutando del placer del agua caliente que cubre mi cuerpo agotado por un rato, aunque el dolor de piernas se torna insoportable. Creo que es mejor ponerlas en remojo en frío en la bañera helada de al lado. En el momento que decido hacerlo, la mujer del sauna sale hacia la bañera caliente y me observa entrar a la fría y salir de golpe para volver a meterme en la caliente. Hermosa mujer occidental, rubia, con el pelo recogido como todas para que el pelo no toque el agua. Collar de cuentas amarillas como sus aros colgantes, pulseras, anillos, restos de maquillaje en su mirada sonriente. Cuerpo de formas redondas y voluminosas, pechos que serían el sueño de más de un hombre. Vestida, me la imagino fresca y segura con vestidos largos y coloridos. Cuando nuestras miradas se cruzan le cuento sobre mi dolor de piernas y qué no sé qué hacer para calmarlo, me dice que lo que acabo de hacer no está nada bien. Que antes de entrar al agua fría debo esperar un tiempo para bajar la temperatura del cuerpo y luego sumergirme de a poco. Me entero que viene de Israel pero en realidad es rusa aunque “los baños fríos nunca me los tomé en mi país sino en Israel”, dice, donde vive hace años. Me agrega una lista de las cosas buenas que tienen los baños fríos para los músculos, la piel y para rejuvenecer. Me lo vende tan bien que con más razón quiero animarme a la experiencia guiada por ella.
Sale del baño caliente, queda afuera donde yo ya me encuentro, parada todavía como vine al mundo, frente a una audiencia más numerosa, todas en la gran bañera: una rubia más, la japonesa transparente y otra nipona que ya tiene la toalla sobre la cabeza.
Elena, mi coach de baño, muy desinhibida, se pone a hacer unos ejercicios: levanta y baja los brazos, se pone en cuclillas varias veces hasta que comienza a controlar su respiración. Pone los pies en el agua helada, todavía de pie, luego baja de a poco, escalón por escalón, lentamente apoya la espalda en una de las paredes, se pone en cuclillas, cierra los ojos y comienza a controlar la respiración como en yoga. Me mira y me dice: “ahora hacé lo mismo que acabo de hacer”. Con la torpeza que me caracteriza, intento, con gran esmero, hacer movimientos delicados para seguir el orden de pasos que ella me acaba de dar. Una vez que estoy adentro la bañera del terror, ve mi cara de desesperación y adivina las ganas que tengo de salir de esa tortura helada y me dice: “No! Quieta. Concéntrate. Mírame a los ojos. Comenzá a controlar tu respiración. Tranquila. Pensá en algo lindo, algo que te hace sentir bien. Ahora concentrate en un punto de la pared y mirá ahí y respirá, acordate de respirar. Ahora cerrá los ojos”.
Cumplo cada orden como soldadito; los movimientos lentos, la respiración sincronizada, la concentración en un punto y ya no siento el shock ni el frío, ya casi ni me acuerdo que estoy en una bañera helada. Logro quedarme un rato record para mi historial escaso en onsens y concentración. Elena se levanta lentamente, controla cada paso para que nada sea brusco y me hace imitar sus movimientos. Siento una sensación de placer absoluto en mis músculos y en la piel. Una vez afuera de la bañera, se pone a hacer movimientos de los brazos y piernas y tronco para “calentar los músculos que están tan fríos”. Yo, a su lado, la imito.
Para ésto las mujeres en el agua disimulan pero nos miran, estupefactas. Las miro, me veo desnuda haciendo movimientos extraños y pienso: “Silvita, quién te ha visto y quién te ve”.