NUEVE DIAS EN PAKISTÁN 4:
4. Revólver brilloso, perros muerdeorejas y arroz con pollo biryani
Salimos temprano rumbo a otro pueblo que debía estar a menos de una hora. No teníamos permitido ir a más de 100 km de Lahore sin previa autorización. Partimos en dirección sur por la autopista y salimos pronto atravesando pueblitos, uno más lindo que el otro, la mayoría con plantaciones de flores. Al toparnos con un paso a nivel con barreras bajas, el chofer tomó la iniciativa de dar marcha atrás y entrar en una estación de servicio para ir al baño. Bajé primero yo y al regresar encontré a Graciela preocupada. Había visto llegar un auto lleno de hombres, uno de ellos con una ametralladora, que habían bajado del vehículo y entrado a la estación de servicio. No se animaba a bajar al baño. La convencí a hacerlo. No sabía si encontraríamos otro baño en el camino. Ni bien regresó al auto, comenzamos a preguntarnos dónde estaría nuestro chofer porque queríamos irnos antes de que salieran los tipos armados. Taheem no aparecía. En eso vimos salir al hombre con la ametralladora y después otro con un revólver plateado y brillante levantándolo para asegurarse de que todos los presentes lo viéramos. Era tan obvia en su mano, tan real, que sentí el frío metálico del arma en la mía. Un rayo helado subió por mi espalda. Me cubrí la cabeza con un pañuelo como las mujeres locales y miré para otro lado, contando cada segundo que les llevó entrar al auto y marcharse. No veía la hora de irme de allí pero nuestro chofer seguía sin aparecer.
Son esos momentos que nos hacen tomar consciencia de dónde estamos y de que en cualquier momento todo puede salir bien. O mal.
Varias veces le preguntamos a Karim cuánto faltaba para llegar y siempre nos contestó: “Falta poco”. Circulamos por pueblitos floricultores bañados en sol, con buenas oportunidades fotográficas, pero como pensábamos que ya llegábamos a destino, no pedíamos bajar. Seguimos ruta y cruzamos más pueblos atractivos, pero no hubo caso, pasábamos de largo y no frenábamos porque ya estábamos por llegar.
Después de varias vueltas, nos preguntaron si nos gustaría comer arroz biryani casero. Graciela y yo, unánimes, felices y sincronizadas respondimos rotundamente que sí. Ya rondaba el mediodía y se nos hacía agua la boca pensando en el almuerzo y en las fotos que sacaríamos al llegar. Seguíamos avanzando y cruzando lugares visualmente atractivos, pero sin parar en ninguno. Los paisajes con potencial para fotografiar seguían deslizándose en nuestras ventanillas, uno tras otro. Cada vez más, como nuestra frustración. Días después supimos que alguien nos había estado siguiendo. Posiblemente haya sido esa la razón por la que no paramos en el camino.
De repente, en un descampado a lo lejos, llamó nuestra atención una multitud de hombres apiñados y allí fuimos. Según Karim podría ser una pelea de perros. Taheem bajó primero para ver si hallaba a algún conocido que oficiara de contacto. Nos permitieron bajar con Karim y Taheem. Con la única mujer que había éramos tres. Sólo tres en una multitud de hombres y perros.
La pelea me impresionó mucho. Primero, entre gritos y aplausos, se presentaban los perros, enormes, a la multitud mientras un maestro de ceremonia con micrófono, autoparlantes y un rejunte de pasacasetes decía cosas y la gente apostaba. Más gritos y aplausos. Después de una serie de palabras ininteligibles no solo por el idioma sino por la calidad del audio, soltaban los perros y los dejaban morderse las orejas hasta sangrar. Un revuelo de hombres provenientes de pueblos lejanos caminaban pisoteando el barro. Otros, a la distancia, de pie en una loma o sobre los árboles, intentaban ver mejor aunque sea de lejos. Fue una experiencia movilizadora que luego me arrepentí de no haberla filmado.
Con mucho hambre partimos a la casa de nuestro chofer, en ese momento nos enteramos que, en realidad, era el lugar donde iríamos a comer esas delicias. No me extrañaría que algunas de las vueltas y la parada en la pelea de perros hayan sido para darles tiempo suficiente a los familiares a hacer las compras y cocinar.
El pueblito de Taheem resultó ser el que tenía más potencial para fotografiar. Qué pena que habíamos pasado la mayor parte del día dando vueltas en el auto y no en ese pueblo. Conocimos a las hijas de Taheem, una bella niña de unos 6 años y una beba. Su hermosa esposa no se movió de la cocina en la terraza porque no tenía autorización de conocer a Karim, por ser hombre y no pertenecer a su familia ni al pueblo. Nosotras sí pudimos subir un rato a la terraza donde había otros familiares, el padre sentado en la cama de exterior disfrutando del sol, niños que corrían y trepaban, y el hermano más joven, de 18 años, que cocinaba y ayudaba a servir.
A la hora de comer nos llevaron a un cuartito que tenía una sola ventana con una cortina que apenas dejaba entrar la luz. La comida ya estaba en el piso sobre una alfombra cubierta por un mantel que sería nuestra mesa. Sobre ésta, un exquisito arroz con pollo biryani, pakoras y gaseosa. Todo ese banquete para Karim, Taheem y nosotras. Nadie más tenía acceso a la salita por la presencia de Karim. Una pena no haber podido hablar más tiempo con la esposa y las otras mujeres que vimos en la terraza. Después de comer, salimos a sacar fotos por todo el pueblo. A nuestros guardaespaldas de siempre se sumó la pequeña hija de Taheem.
Lamentablemente tuvimos que regresar a Lahore antes de lo previsto. Las noticias comentaban una posible visita del príncipe de Arabia Saudita. De ser así, habría embotellamientos por operativos de seguridad. A eso se sumaba un atentado ocurrido el día anterior en la ocupada Cachemira. Habían muerto 40 militares indios, algo de tal magnitud no sucedía desde hacía décadas. Era altamente aconsejable regresar al hotel. India ya acusaba a Pakistán del atentado y Modi había comenzado a poner restricciones.
Llegamos al hotel sin mayores problemas. Desde la habitación seguimos un poco las noticias por la BBC mientras Mano, el marido de Graciela, comenzaba a preocuparse por nuestra seguridad.