NUEVE DIAS EN PAKISTÁN 7:

Silvia S. Hagge
7 min readAug 2, 2021

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7. Tierra de nadie

Terraza. Pakistán. Febrero, 2019. ©Silvia S. Hagge

No sé cuántas tierras de nadie llevo cruzadas en mi vida, pero recuerdo claramente dos. La primera en 1995, entre Egipto e Israel. En el aeropuerto de El Cairo, durante más de una hora, militares israelíes que habían llegado en el mismo avión de El Al que íbamos a embarcar me sometieron a un intenso interrogatorio por llamarme Hagge. Volvían a las mismas preguntas una y otra vez para ver si cometía algún error o delataba algo de mis ancestros musulmanes. Después de tanto tiempo de malestar e incertidumbre, me permitieron partir a Israel, pero no pudimos embarcar porque teníamos pasajes sujetos a espacio, aquellos para empleados de compañías aéreas y el vuelo ya se había completado. No nos quedó otra que pasar unas horas en un hotel e intentar tomar un micro que saldría a las cuatro de la mañana, atravesaría el desierto de Sinaí, mi primera tierra de nadie. En aquella frontera tan desértica como emblemática, volvieron a hacerme casi las mismas preguntas, delatada una vez más por mi apellido que significa nada menos que “peregrino que fue a la Meca”. En este caso, la peregrina que no fue a la Meca sólo pretendía visitar Egipto e Israel juntos, idea que quizá no fuera la mejor. Ese cruce me marcó y lo conservo detalladamente en mi memoria.

La segunda fue la que contaré a continuación. Graciela se quedaba unos días más. Yo tenía que volver a casa. Esos nueve días habían sido intensos. Cada día diferente, cada día una sorpresa. En Pakistán nunca se sabe qué sucederá al minuto siguiente. Todo puede andar fenomenal pero, de repente, todo cambia. Eso me hacía pensar que el cruce de frontera a pie, sola, entre dos países en conflicto cuando unos días antes había habido un atentado en Cachemira, sumado a haber sido perseguidas y cuestionadas reiteradas veces, iba a resultar un cruce desafiante también. Sabía que la frontera abría de nueve de la mañana a tres de la tarde. Opté por madrugar y pedirle a Karim que viniera por mí a las siete. Como supuse, llegó media hora más tarde de lo acordado. Astuta, yo había considerado estos treinta minutos de retraso en lo pactado.

Partimos rumbo a Wagah, uno de los tres cruces fronterizos que existen entre estos dos países, además del tren, que habíamos tomado a la ida, y del ómnibus, que se desvía demasiados kilómetros. A pesar de ser martes, no había mucho tránsito. Lo que sí había era una preocupante neblina, tan espesa que no permitía ver a dos metros a la redonda. A pesar de ir relativamente despacio, llegamos a las ocho y diez.

Lahore, Pakistán. Febrero, 2019. ©Silvia S. Hagge

En la barrera, los amables militares nos pidieron esperar alejados, dentro del auto, hasta que abrieran la frontera. La neblina ya había desaparecido y el sol asomaba enmarcado por un cielo libre de nubes. Esa hora de espera me permitió charlar largo y tendido con Karim. Pakistaní de 22 años, muy inteligente y con estudios universitarios en economía. Desde joven participó en proyectos humanitarios. Tras especializarse en microeconomía, comenzó a colaborar con pequeñas empresas locales. También me contó sobre cómo se involucró en la ayuda a refugiados afganos en Balochistán, conflictiva región fronteriza con Irán y Afganistán, donde hay alrededor de un millón de ellos. El gobierno pakistaní intentó darles papeles e insertarlos en la sociedad. Cinco años atrás, Karim había viajado allí como voluntario. Me contó que el comienzo fue duro porque los agredían, pero al final terminaron aceptándolos y conviviendo unas semanas con ellos. No mucho tiempo después, la Universidad de Punjab en Lahore lanzó un programa para invitarlos a estudiar allí. Daban cupo a 500 refugiados afganos al año. El primer año, en una pelea entre estudiantes afganos y pakistaníes, murieron tres alumnos locales. Eso significó un retroceso político y hubo que recomenzar las negociaciones. Si bien la charla estaba muy interesante, se acercaba la hora de apertura de la frontera y la mía de ir al baño. Karim bajó a pedir permiso y los militares me permitieron pasar la barrera de la frontera para usar la cabinita amarilla improvisada que les servía de baño. Como casi siempre me ocurre en estos lugares inhóspitos, me sorprendió un inodoro turco increíblemente limpio.

Fuimos los primeros en cruzar la barrera en auto. Cordiales militares pakistaníes nos fueron parando cada varios metros para pedirnos el pasaporte repetidas veces. Luego abrimos el baúl, me hicieron abrir las valijas y revisaron todo. Unos metros más adelante, seguía un chequeo manual en la cabina para mujeres. La joven militar que estaba sentada junto a un banco sobre el cual había un espejo roto estaba más interesada en su celular que en verificar qué había dentro de mi bolso o bajo mi vestimenta.

Llegamos a un estacionamiento donde había un trencito como aquellos de los parques de diversiones, un auténtico trencito de la alegría. Me resultaba surrealista tener que cruzar esa frontera tan temida montada en un vehículo así. El chofer se puso a secar los asientos que estaban empapados por la lluvia de la noche anterior mientras de fondo se oía el alegre bullicio que provenía de una escuelita pegada a la frontera. Tengo la impresión que ese animado sonido escolar es igual en cualquier parte del mundo, indistintamente de la lengua o la cultura. Éramos los únicos hasta que llegó una familia a despedir a un matrimonio, probablemente familiares, como tantos millones que quedaron separados en esa frontera. Quién sabe cuándo volverían a verse. Al rato subió un viejito con un bolso demasiado grande para él. El maquinista encendió el motor. Había llegado el momento de despedirme de los guardaespaldas que tanto habían cuidado de las nuestras. O que, con preocupación, habían vigilado las suyas.

Lahore bajo la neblina. Pakistán. Febrero, 2019. ©Silvia S. Hagge

Un joven y apuesto muchacho subió de un salto al trencito en movimiento y se sentó delante de mí con su valija. Llegamos a la zona de inmigración. Allí las valijas pasaron por rayos x, les hicieron un chequeo manual y un perro vino a olfatearlas. Los escritorios de inmigración estaban tan mal señalizados que me puse en el que era para volver a entrar a Pakistán. ¡Lo único que me faltaba! Me mandaron al de enfrente que era para abandonar el país. Una simpática oficial pakistaní, mientras miraba mi pasaporte, me preguntó si me había gustado su país y agregó que esperaba verme nuevamente en el futuro. No supe qué responderle.

Al salir de la sala me hicieron ir por un caminito que conducía a un inmenso mástil. Según Karim, en él flameaba la bandera más grande de toda Asia. Junto a ese estandarte pakistaní gigante estaban las gradas donde miles de indios de su lado, pakistaníes del propio y un excesivo número de turistas presencian a diario a las cuatro de la tarde, el gran despliegue del cambio de guardia.

No se podía sacar fotos ni filmar. En ese momento sentí unas ganas enormes de que el tiempo se detuviera. Estaba sola y eso me permitía absorber cada instante en ese lugar tan especial. Era consciente de que esto no lo volvería a vivir jamás.

Delante de un gigantesco portón con rejas de hierro que recuerdo verde había un sólo militar pakistaní con una mirada muy tierna. Me pidió el pasaporte, lo miró, me miró y me despidió. Abrió el portón, pasé y, mientras lo oía cerrarse a mis espaldas, frente a mí un buenmozo militar indio, con bigotes twist, abrió el suyo y con una voz melodiosa me dio la bienvenida a su país. Pasé junto a militares desfilando de esa forma exagerada que caracteriza los cambios de guardia y, al fondo, comencé a distinguir unos llamativos turbantes coloridos. Un perro vino a olfatear mis valijas. Luego las subí a un micro y me senté cerca del chico que había visto antes. Me interesaba saber de dónde venía y hacia dónde iba. Resultó ser de Cachemira, pero estaba cursando el último año de literatura inglesa en Islamabad. Le pregunté por su familia en Cachemira pero se limitó a contarme que estaban bien aunque retenidos allí a la espera de que se resolvieran los conflictos entre los dos países. Conflictos antiquísimos que con los eventos ocurridos días atrás era posible que perduraran aún más. Percibí que no quería hablar del tema y dejé de preguntar.

El chofer puso música punjabi a todo volumen. Indudablemente ya estábamos en India. Sentí la libertad en la punta de los dedos. Mismo proceso de inmigración y chequeo de valijas, pero ningún cuestionamiento sobre los detalles de mi visita al país vecino.

A punto de salir en búsqueda de un taxi, miré hacia atrás para despedirme del joven de Cachemira que estaba también entrando a India para atravesar, luego, otra tierra de nadie.

Fin.

Graciela rumbo al tren. Estación Attari, India. Febrero, 2019. ©Silvia S. Hagge

A Alf y a mis tres soles.

Agradecimientos:

A Gra, sin ella nunca hubiera conocido estos lugares.

A Alfre eA, que hizo posible que el texto fuera claro y coherente.

A los que me inspiraron a contar sus historias.

A los que se animan a leerme.

Silvia S. Hagge

París, 2021

Algunos de los nombres han sido cambiados para proteger la identidad de las personas que he cruzado en el camino.

Graciela y yo después de la bacteria de San Valentín. Lahore, Febrero, 2019. ©Silvia S. Hagge

Para más fotos sobre Pakistán, ir aquí.

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Written by Silvia S. Hagge

Primero viajo, después te cuento. El viaje es una excusa. Una excusa para sacar fotos. Otra excusa para encontrar historias.

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