NUEVE DIAS EN PAKISTÁN 2:
2. Bacteria en San Valentín con el del autito blanco
Amanecí con una leve molestia intestinal, algo que me resultó extraño porque me venía cuidando mucho, tanto con las comidas como con el agua. Aunque no debería haberme sorprendido ya que en muchos viajes me pesco bicho que vuela a pesar de tanto recaudo e higiene.
Karim pasó a buscarnos media hora más tarde de lo acordado y resultó ser un acierto. Me dio tiempo suficiente para tomarme una pastilla de carbón, un analgésico e ir al baño reiteradas veces. En el auto le preguntamos dónde iríamos y respondió que a un pueblo cercano a la frontera con India. Nuestro pedido original había sido ir a pueblos fronterizos donde se habían producido los intercambios de gente entre India y Pakistán en 1947. Para ir a cualquier pueblo de Pakistán, sean o no musulmanes sus habitantes, es obligatorio tener allí un contacto. Sin contacto, no se puede ir. Así de simple. Nosotras tuvimos mucha suerte o quizás fue esa la razón por la que Karim eligió a nuestro chofer: Taheem era de un pueblo fronterizo y eso nos abrió todas las puertas. O algunas, al menos.
“Do you have any contact in that place, Karim?”, preguntamos y nos dijo que sí.
Así fue que partimos rumbo a Kasur, a unos 56 km al sudeste de Lahore, a unos 10 km de la frontera con India. Llovió durante todo el trayecto. Esas lluvias que joden. Esos días grises, húmedos que no dan ganas de salir de la cama.
Al entrar al pueblo, Graciela y yo, mentes sincronizadas, detectamos en el medio de un terreno baldío unas enormes carpas como las que montan para bodas, a medio desmontar. Sólo para nosotras y algunos otros pocos estas suelen ser oportunidades fotográficas. Le preguntamos a Karim si era seguro bajar allí para tomar fotos antes de encontrarnos con el contacto y nos dijo que sí.
“Are you sure?”, insistimos.
“Sure”, nos volvió a asegurar.
Antes de que se arrepintiera, salimos hacia la carpa que tenía unos sillones y otros elementos visualmente muy atractivos. Poco a poco la gente del pueblo iba saliendo de sus casas y amontonándose en la esquina a mirarnos. Los techos de algunas carpas empezaban a desperezarse. Brazos masculinos, de hombres que habían pasado la noche ahí, se estiraban contra las telas antes de salir curiosos a ver qué estaba sucediendo fuera. A medio vestirse, sus rostros se iban iluminando ante lo inesperado. Frente a sus ojos, algo inusual en un pueblo donde no suele pasar nada: nosotras. Sacar algunas fotos nos tomó quince minutos. Es decir, cinco minutos más de lo que hubiéramos debido. Nos demoramos en el lugar y en el momento equivocados.
Fuimos a un charquito a limpiarnos el barro de los zapatos y, mientras nuestras suelas se pegoteaban con el lodo, por el rabillo de mi ojo izquierdo sentí la presencia de un autito blanco estacionándose detrás del nuestro. En un segundo, el hombre que lo conducía estaba rodeado de todo el pueblo y hablando con Karim, cuyo rostro había devenido blanco. Nos acercamos y le preguntamos si había algún problema. Asintió y nos mandó entrar al auto inmediatamente. Ahí nos dimos cuenta de la seriedad del asunto aunque en ese momento no le dimos la debida importancia.
Los retos del hombre a nuestro ayudante se hacían cada vez más intensos y la cara del joven pasaba de blanca a blanca y preocupada. Se sumaron llamados telefónicos y otra serie de intercambios verbales que no lográbamos entender. Lo que pareció durar horas, posiblemente duró unos diez minutos. Al rato Karim y Taheem subieron al auto y nos dijeron que todo estaba bien pero que teníamos que ir a registrarnos a la policía. Bajo la lluvia, dejamos la curiosa multitud atrás y llegamos a la comisaría donde todo el personal nos esperaba en la puerta.
Nos llevaron a una sala sin luz eléctrica. Allí estaba el jefe, hombre serio, apoyado con sus manos entrelazadas sobre el escritorio, con campera de cuero negra abierta dejando ver la camisa gris, ¿o era blanca?, sentado en una imponente silla, enmarcado por dos fotos de próceres en la pared del fondo, una de ellas era de Jinnah. El escritorio rebosaba de papeles con estilizada escritura arabesca urdu. ¡Lo que hubiéramos dado por sacar esa foto!
Sentado a su derecha estaba el del autito blanco inspirando más miedo que su propio jefe. Gra estaba un poco nerviosa, yo aún no. Se me ocurría pensar que querían investigar qué hacíamos, ver los pasaportes y exagerar un poco la situación mientras hacían buen uso, por no decir abuso, de la autoridad en una situación probablemente inédita en la historia de ese pueblo. Nos enteramos, al menos es lo que nos contaron, que la noche anterior, en esa carpa que tanto nos había llamado la atención, había habido una celebración cristiana a la que habían concurrido fieles chinos sin previa autorización. Cuando nos vieron sacar fotos frente a ella pensaron que pertenecíamos a la misma congregación.
El tiempo se detuvo. O pasaba demasiado lento. Conversaciones indescifrables, más llamadas telefónicas, caras de preocupación tanto del guía como del chofer, a quienes cuestionaban y ellos, cabizbajos, sumisos, respondían a la infinita cantidad de preguntas que, según las respuestas, suponemos que eran siempre las mismas que repetían una y otra vez para constatar si decían la verdad. El del autito blanco aprovechó dejar bien evidente su poder sacándonos un par de fotos con su teléfono.
En medio de ese drama, y sin aviso previo, sentí la urgencia de ir al baño. Me puse de pie y pedí permiso para ir. Al levantarme sentí una sensación desagradable. De todas las veces que me había atrapado “la turista”, esa bacteria que me sorprendió en varios lugares remotos, nunca había experimentado algo parecido. No sé si fue por el miedo o por el bicho, pero empecé a sentir algo tibio que se escapaba sin poder contenerlo. Una divina protección vino a mi auxilio y al preguntarles con cara de desesperación y urgencia, me autorizaron a usar los baños. Al tomar mi cámara y mi mochila, decidida a salir disparando, Gra, desconociendo lo genuino que era mi problema, torció su boca hacia mí y resuelta me dijo en voz baja:
“¡Borrá los mensajes de Whatsapp!”
Un agente de la comisaría me acompañó al baño. En el camino pasamos frente a una celda. En ella, un par de detenidos agarrados a las rejas, me siguieron azorados con la mirada. Un hombre con una toalla atada a la cintura se cepillaba los dientes en un lavabo. Para mi grata sorpresa me condujo a un baño turco impecable, recién baldeado; para mi ingrata sorpresa confirmé lo que había temido, no había podido contenerme.
Me sentía un ser primitivo, pero no podía perder el tiempo en lamentos ni autoestima. Tenía que concentrarme y apurarme a hacer los movimientos correctos, con rapidez para que no advirtieran que con las cámaras y el teléfono podía hacer algo comprometedor. El piso estaba mojado. Apoyé la cámara y la mochila en el rincón más alejado. No sabía por dónde empezar.
Como es normal en países musulmanes, en el baño había una jarra y una canilla. Me higienicé, lavé mi ropa, y me vestí a toda velocidad. Los pantalones de tela de avión se secaron al instante y en ese momento agradecí que las mujeres debiéramos usar camisolas largas sobre los pantalones.
Si bien logré hacerlo en tiempo récord, dudé si mi demora no resultaría sospechosa. Tenía que actuar con rapidez. Los pensamientos desfilaban a toda velocidad por mi cabeza. Evaluaba la situación, me preguntaba qué ocurriría después, me preocupaba Graciela que no sabía qué me estaba pasando y todavía me faltaba borrar las fotos y los mensajes del teléfono. Decidí abortar el plan. Ni siquiera había investigado si había cámaras y hacerlo me llevaría aún más tiempo ausente y a crear sospechas inútiles. Me lavé las manos junto al hombre que todavía seguía cepillándose los dientes y que a estas alturas, muy probablemente, ya habrían perdido todo el esmalte. Pasé nuevamente frente a la celda de los hombres agarrados a los barrotes con sus miradas vigilantes y entré, no sin dignidad, a la oficina de interrogatorio. Me encontré allí con varias caras preocupadas y más gente detrás de nuestras sillas.
Cuando me senté, Graciela, que todavía no sabía de mi problema, sin titubear y nuevamente de costado, me preguntó: “¿Borraste los Whatsapp?” Era evidente que nuestras preocupaciones no coincidían. La de ella era borrar las fotos incriminatorias que podrían disgustarles a nuestros inquisidores. La mía era solucionar mi problema de vientre. Eso sí, en algo coincidíamos: ambas queríamos ser liberadas lo antes posible.
Me di cuenta de la presencia de una nueva persona que supuse, y luego confirmé, que era nuestro contacto. Un anciano chiquito, frágil, aterrado al que maltrataban y asustaban aún más cuando lo interrogaban. Me dolió mucho causarle tantos problemas a un hombre que ni siquiera nos conocía.
Los interrogatorios se repetían. Tomaron nuevamente nuestros pasaportes, se detuvieron en mi visa de Estados Unidos y registraron nuestros datos personales en un cuaderno. Anotaron los números de tarjetas de identidad de Singapur, nuestros nombres y apellidos, los números de teléfonos, estados civiles y los nombres de nuestros maridos. Era una ventaja decir que estábamos casadas. Dos mujeres solteras viajando sin compañía masculina podría malinterpretarse en vaya a saber qué. Volvieron a pedirnos los números de teléfonos para verificar si habíamos mentido. Después de nuestro interrogatorio, antes de irse a otra oficina, el jefe nos ofreció un té. Rechazamos la oferta con la excusa de mi indisposición. A estas alturas yo ya les había dicho que estaba enferma y Graciela se los había explicado con gestos y onomatopeyas lo suficientemente descriptivos como para prescindir de la traducción y, como si no fuera suficiente, había rematado la escena subrayando que el culpable había sido el pollo tandoori que había comido la noche anterior. Esto causó gracia a los presentes y permitió distendernos.
Necesité volver al baño. Esta vez, más autoritario, el jefe me obligó a dejar la cámara y el teléfono sobre el escritorio. Dejé también la mochila y me encaminé al mismo trámite de antes. En esta ocasión me llevó menos tiempo. Ya tenía más controlados los movimientos de vientre y de manos y quería apurarme para evitar crear sospechas. Ya para esto nuestro nerviosismo empezaba a disminuir. Graciela se encargó de tomar el rol tal como lo hubiera hecho Andrea del Boca; pañuelito en la cabeza, manos entrelazadas en posición de rezo, semblante de desamparo, repetía y repetía “Disculpen, señores, no quisimos causarles ningún problema”, frase que se encargó de repetir en diversas ocasiones con idéntica cara de desamparada. A pesar de conocer mucho a mi amiga, esta faceta me resultó todo un descubrimiento. Dio resultado, pero dudo que la conduzca al estrellato en Hollywood.
Entretanto, Karim nos mantenía informadas instruyéndonos qué decir y qué no. Si nos llegaban a pedir dinero, debíamos decir que no teníamos. Luego él se encargaría de pagarles si fuera necesario. Acto seguido fueron llamando uno a uno. A Karim, a Taheem, al hombrecito del pueblo, que estaban detenidos en otra sala, para darles el último sermón.
Finalmente el jefe nos preguntó: “Do you want to go back to the hotel?”
“Sí, queremos volver al hotel”, contestamos al unísono.
Nos informaron que si queríamos volver al pueblo podíamos hacerlo con previa autorización. Nos levantamos, agradecimos y saludamos. En la puerta, nos despidieron los mismos que estaban allí cuando habíamos entrado. Uno que hablaba un poco de inglés, se disculpó y nos dijo que no quería que nos quedáramos con una mala imagen de Pakistán, que lo hacían por “nuestra seguridad”, y, ni lerdo ni perezoso, aprovechó para pedirnos una selfie con él. Ya aliviados, bajo una lluvia torrencial, subimos al auto que nos regresaría a Lahore.
En el camino de regreso, con Graciela comentamos, en voz demasiado alta, la posibilidad de ir a un museo por la tarde. Karim nos escuchó.
“Museum? No, you stay at hotel. You can’t go out until tomorrow.” Nos dijo a secas.
Todavía no nos quedó claro si se trataba de una penitencia o de prisión domiciliaria. Sea como fuere, nos vino bien. Seguía lloviendo, Graciela tenía una cantidad de cosas por resolver y yo necesitaba una ducha caliente, lavar toda la ropa y recuperarme de esta bacteria en el día de San Valentín.