NUEVE DIAS EN PAKISTÁN 5:

Silvia S. Hagge
11 min readJul 22, 2021

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5. El hombre de blanco, el niño llorón y las chicas de Phularwan

Tiempo de cosecha de papas. Pakistán. Febrero, 2019. ©Silvia S. Hagge

Volvimos a madrugar sabiendo que iríamos a otro pueblo. Tomamos dirección noroeste por una moderna autopista construida por la empresa coreana Daewoo. No había tránsito, seguramente porque era domingo. Nos tomó un par de horas llegar al pueblo que quedaba supuestamente a unos 80 km. Al bajar de la autopista entramos a un poblado donde nos esperaba un hombre muy simpático, dueño de unas plantaciones de naranjas, trigo, uvas y mostaza.

Primero nos llevó a recorrer las plantaciones y luego al pueblo. Llegamos a un descampado, con una casilla donde había un puñado de hombres, todos familiares, sentados en cómodas camas de exterior. Uno de ellos me mostró un caballo. Yo, que poco sé del tema, por no decir que no sé nada, por el orgullo del dueño concluí que sería un ejemplar muy bueno. Me contó que lo utilizaban para un deporte hípico local y supuse que sería como el pato o la sortija. Insisto, no sé del tema. Para que entendiera mejor, el elegante caballero fue a buscar algo parecido a una lanza y me dijo que prepararía el caballo para una demostración. Lamentablemente no la pude ver y les cuento por qué.

Mientras el señor preparaba su caballo, nosotras seguimos a la camisola impecablemente blanca del contacto del pueblo que nos llevó a conocer a su familia. Nuestro abrojo Karim nos seguía creyéndose invitado, pero el contacto lo puso en su lugar informándole que no podía acompañarnos porque íbamos a su casa y allí no entraban hombres desconocidos. Ahí nos dimos cuenta de lo tradicional que era aquel pueblo. Qué grata noticia para nosotras, después de casi una semana, finalmente lográbamos deshacernos de nuestra sombra que nos paseaba con correa. Cada vez que nos alejábamos un poquito, Karim tiraba de ella para retenernos. Desbordantes de libertad aceleramos nuestros pasos dejando atrás a un Karim estupefacto.

Antes de cruzar el portón ya se oían los gritos de un niño llorando, bastante enojado. Al entrar entendimos por qué. Llegaban visitas extranjeras, posiblemente las primeras en la historia del pueblo, y había que bañarse. Estaba desnudo, a los gritos, esperando que la madre terminara de enjuagarlo a baldazos, allí, al aire libre, con agua fría. El llanto del niño no duró sólo el tiempo del baño, también continuó mientras lo vestían, peinaban y le ponían aceite en el pelo. Incluso luego, sentado en la cama frente a nosotras, siguió moqueando hasta que un tío astuto lo llevó a comprar galletitas para las visitas y caramelos para él. A su regreso, ese pequeño de 6 años volvió a ser un niño feliz.

El hombre de la casa que a partir de ahora llamaré hombre de blanco, podría ser un clon de mi tío libanés Salmín con una pizca de Freddie Mercury. También tenía cosas de mi querido primo Antonito, como ser su cara de bueno y su profesión. Antonito era dueño de plantaciones de naranjas en Concordia, Entre Ríos, lugar que tuve muy presente en mi exploración ya que fue inevitable no conservar hermosos recuerdos de infancia entre esos naranjos.

El hombre de blanco con su hija. Pakistán. Febrero, 2019. ©Silvia S. Hagge

El hombre de blanco tiene una mujer bonita, un niño llorón de 6 años y dos niñas, una de 3 y otra de un año y medio. No dejan de sorprenderme la libertad y la seguridad de esos niños que crecen así, libres, rodeados de hermanos y primos. Desde chicos aprenden a ser independientes. Suben y bajan escaleras solos, se ponen y se sacan los zapatos sin ayuda, comen lo que quieren y no se atragantan, se bañan con agua fría a pesar de detestarlo, andan por las terrazas y caminan solos por el pueblo esquivando los pozos profundos que abundan en las calles de barro. Seguramente, un poco como mi infancia en José C. Paz. O no.

También conocimos a una de sus hermanas, (soltera, creo), a su cuñada, (una joven de anteojos que todos dijeron con orgullo que había cursado educación superior), a su madre, a una tía, a sobrinos y primos. Gracias a la ausencia de nuestro guía, por primera vez pudimos estar abiertamente con mujeres y sentir la libertad que tienen como tales cuando no están rodeadas de hombres desconocidos. Mientras la hermana nos preparaba el té en una gran olla, aprovechamos para intentar comunicarnos con ellas y sacar fotos.

En el patio junto a la gran olla me explicaron cómo preparan el chai pakistaní. Primero hierven la leche por mucho tiempo y luego le agregan el té negro que viene casi en polvo, y huele al típico té inglés. Siempre preguntan si lo tomamos con azúcar. Se diferencia del massala tea indio, porque a aquel se le agrega cardamomo y kilos de azúcar. Cuando el té estuvo listo, sacaron las mejores tazas, sólo dos, y platos de la casa, los del casamiento, que pusieron en una mesita frente a nosotras, junto a una coqueta tetera, un plato con las galletitas que había comprado el tío salvador y otro con unos dulces anaranjados que no probamos, pero que parecían ser más tentadores para los chicos que no le sacaban los ojos de encima.

Todas las mujeres y los niños se sentaron frente a nosotras a mirarnos tomar el té mientras intentábamos seguir comunicándonos. Yo los invitaba a servirse pero nadie se animaba a hacerlo. Hasta que Graciela recordó que si uno no les ofrecía con el plato, nunca se servirían. Así que fue ofreciendo una a una y aceptaron. Los chicos también respetaron esta norma de educación. Mientras me sacudía las miguitas de mis labios vi salir al hermano del hombre de blanco, el que había ido a comprar las galletitas con el sobrino llorón, con una fuente grande tapada con una mantita delicadamente bordada que llevaba para ofrecerles a nuestro chofer y a nuestro guía que habían quedado con los hombres del buen caballo.

Después del reconfortante té, galletitas y risas cómplices con las mujeres, el hombre de blanco nos invitó a ir a la casa de la tía que vivía enfrente. Pasamos el portón y en la entrada vimos una camita de exterior cubierta con una manta amarilla. Bajo la manta, una mujer muy anciana. Era la abuela. Sus familiares creían que rondaba los 110 años. Nadie iba a chequearlo. De la casa comenzaron a salir más mujeres, jóvenes, con más hijas, bellas. Como siempre, fuimos recibidas con mucha curiosidad. Tanta como la nuestra por ellas.

Trigo en el patio. Pakistán. Febrero, 2019. ©Silvia S. Hagge

Seguimos entrando en casas, subiendo a terrazas, cruzando gente. En cada esquina recibíamos una nueva invitación para tomar té. En los pueblos más humildes es donde la generosidad sobrepasa toda expectativa. Nos preguntaron si queríamos ir a un casamiento que había en el pueblo y aceptamos felices. Antes nos llevaron a la casa del hombre que estaba invitado a la fiesta quien nos hizo pasar al living. Allí fueron apareciendo sus hijas, una a una. Estas chicas parecían de otro mundo. Una con anteojos tenía aire de intelectual. Me sorprendió la seguridad que tenían. El primer apretón de manos fue fuerte, muy diferente al de las mujeres anteriores que apenas nos habían rozado con la punta de los dedos. La forma en que se movían y se desplazaban, la energía que tenían, no mostraban la misma realidad de la mujer local que habíamos visto hasta el momento. La de anteojos nos contó en perfecto inglés que tenía 24 años y se había casado hacía dos meses. Cuando le pregunté si había estudiado me contestó que había hecho una maestría en educación física, había sido profesora en una escuela pero que había dejado de trabajar cuando se casó. Le pregunté si no extrañaba trabajar y dijo que por el momento no, pero que quizás volvería a hacerlo en un futuro. Su hermana menor, con movimientos tan poco femeninos como los de ella, también parecía deportista. Si bien por su seguridad parecía mayor, tenía sólo 16 años y recién estaba haciendo el secundario.

Eran todas muy simpáticas y se las notaba contentas con nuestra presencia. Había un ambiente muy ameno, no nos sentíamos en el Pakistán que veníamos presenciando hasta el momento. Al rato apareció en escena la madre. Era imposible no verla en las hijas. Caminaban igual y tenían la misma energía. Las mujeres que habíamos visto antes volvieron a entrar pero ahora cambiadas y maquilladas para el casamiento. Una preciosa beba de un año y medio que dormía en el piso despertó, nos miró con sus ojitos negros somnolientos, su cabecita cubierta con un bonete a rayas rojo y blanco, sus uñitas pintadas de rosa y nos regaló una amplia sonrisa de bienvenida. Me sorprendió que no se hubiera asustado con estas extrañas figuras que aparecieron en su casa.

Como las jóvenes tenían que prepararse para el casamiento, a nosotras nos acompañaron a la terraza donde estaba la casa de otra tía, madre de la beba de bonete y de un hombrecito de 5 años de traje azul. Sobre la terraza, la madre nos recibió ya lista para el casamiento con unas ropas increíbles, con brillos y muy bien maquillada. Con sólo poner un pie dentro de su casa que constaba de dos habitaciones y un living comedor como en occidente, nos dimos cuenta de que tenía una posición económica más acomodada. Una mesa de comedor, cocina americana, una heladera con freezer, sillón, mesa ratona y dos habitaciones bien equipadas. Nos dijo, sin ocultar su orgullo, que su marido era ingeniero y trabajaba en California.

Nos hizo sentar y nos quedamos charlando con mujeres que entraban y salían a secarse el pelo, maquillarse, pedirse cosas prestadas. Notamos que la elegante dueña de casa se había puesto a freír y asumimos que tendría que llevar comida al casamiento. Abría y cerraba la heladera, vigilaba la sartén, peinaba a un hijo, ayudaba a una sobrina a secarse el pelo, iba a su habitación a ponerse sandalias de taco, volvía a la cocina a chequear la comida, buscaba platos, contestaba preguntas, entraba a la habitación para retocarse y, de repente, se acercó a nuestra mesita ratona. Nos traía un plato con pescado frito que no se veía tan apetitoso como resultó después serlo. Era sólo para nosotras e insistió que lo probáramos. Ni lerda ni perezosa corté un pedazo muy caliente con mis dedos, los únicos cubiertos disponibles, y me encontré con una textura sorprendente. Probé un bocado y mi boca explotó de emociones: un mundo de especias, cocción perfecta, seco por fuera, tierno y sabroso por dentro. Una maravilla digna del menú de un buen restaurante. Al ver nuestra emoción, las sobrinas nos confirmaron que el fuerte de su tía era la cocina. De eso no nos quedó ninguna duda. Al notar nuestros halagos sobre el pescado, nos contaron que la familia tenía criadero de peces. Ahí entendimos por qué sabía tan fresco.

Una vez que terminamos el pescado que jamás olvidaré, nos pidieron sacarse selfies con nosotras. Mientras estábamos en pleno alboroto, de repente, se produjo un cambio radical en ellas. Escondieron los teléfonos, cubrieron sus cabezas y se pusieron de pie. El ambiente de jolgorio se puso tenso. Había llegado el hombre de blanco. Estaba afuera, en la terraza. Las llamó y se puso a hablarles. Una de ellas regresó y nos pidió que por favor no publicáramos ninguna de esas fotos en Facebook, cosa que nunca había estado en nuestros planes.

Salimos a la terraza, el hombre de blanco, como si nada, nos mostró sus plantaciones que se veían desde allí. Una vista maravillosa. Aprovechó también para preguntarnos cuánto tiempo podríamos quedarnos y comentarnos que el guía había dicho que deberíamos estar de regreso en la ciudad antes de las seis de la tarde. Eran las dos y cuarto. Notamos en su rostro una leve preocupación, y le preguntamos si prefería que nos fuéramos. Dijo que no tenía ningún problema en que nos quedáramos. Las mujeres ya nos habían invitado a quedarnos a dormir en sus casas. Estábamos un poco desconcertadas, pero supusimos que la falta de comprensión era sólo por su escaso manejo del inglés.

Bajamos con las mujeres ya todas producidas para ir al casamiento. El gran alboroto a nuestro alrededor dejaba en claro la emoción que sentían al salir junto a nosotras rumbo a la fiesta. Al llegar a la calle, Karim se alejó de los hombres que lo rodeaban y se le acercó a Graciela para decirle algo. Yo seguí caminando y riendo con las mujeres que en ese momento ya tenían sus rostros totalmente cubiertos, dejando a la vista solo los ojos. Empezaron a acelerar el paso delante de mí, como asustadas. Al rato, una de ellas se dio vuelta y me preguntó quién era ese hombre desconocido. Le expliqué que era nuestro guía.

En eso nos llamó Karim para pedirnos que no nos quedáramos mucho tiempo. Noté un tono inseguro en su voz y las manos temblorosas. Le dijimos que nos quedaríamos poco tiempo en la fiesta, que regresaríamos a más tardar en 20 minutos. Al volver la vista al frente, la calle estaba totalmente vacía. Las mujeres habían desaparecido. Avanzamos hasta un lugar donde supusimos que sería la fiesta. En la vereda, a nuestra derecha, unos hombres conversaban antes de entrar a un galpón. Al llegar a la puerta nos dimos cuenta de nuestra equivocación. Sólo había hombres.

A nuestras espaldas uno de ellos nos pegó un grito. Sin dudarlo, nos acercamos a él a ver qué tenía para decirnos. Graciela le mostró las dos manos juntas al saludarlo. Él le dejó claro que así no se saludaba a los musulmanes, que eso era un saludo budista. Comenzamos a sentirnos un poco incómodas. Ahí en el medio de la calle de tierra, rodeado de varios hombres que nos observaban en silencio, nos contó, sin ocultar su orgullo, que era el padre de la novia y nos invitó a que entráramos a la fiesta de enfrente que era, en efecto, donde celebraban las mujeres. Allí encontramos a nuestras nuevas amigas que alborotadas nos hicieron sentar a su mesa, donde ya nos habían reservado las sillas. Nos fueron presentando a otras vecinas del pueblo, todas muy exaltadas al ver estas dos extraterrestres que habían aterrizado en la fiesta. Por suerte la novia no había llegado, pues le hubiéramos quitado protagonismo. El padre nos dijo que no podíamos sacar fotos, cosa que sorprendió a nuestras amigas ya que siempre lo hacían entre ellas. Notamos una leve tensión en el ambiente, sobre todo con el padre de la novia, así que con Graciela decidimos que ese era el momento de partir. Teníamos la excusa de llegar temprano a la ciudad. Intercambiamos saludos muy afectuosos con estas encantadoras mujeres que me partieron el corazón. Fue duro ver la vida que soportan en una sociedad marcada por el machismo y el control moral y religioso.

Cuando salimos de la fiesta, Karim corrió en busca del chofer. Los tres hombres que no habíamos identificado antes seguían con él. Este trío poco simpático no demostró entusiasmo al vernos. Nos dimos cuenta de que pertenecían a un ente controlador religioso o moral del pueblo. No les cerraría que dos mujeres occidentales estuvieran allí causando revuelos, convenciendo quizás a las mujeres de cambiar su comportamiento o vaya uno a saber qué. Nuestra presencia los inquietaba. Una vez más, un escalofrío recorrió mi espalda y los minutos que llevaron a Karim encontrar a Taheem se hicieron eternos. Finalmente subimos al auto. Los hombres nos siguieron con la mirada, tan profunda como severa y no se movieron del medio de la calle hasta que desaparecimos en el horizonte.

Los zapatos de papá. Pakistán. Febrero, 2019. ©Silvia S. Hagge

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Written by Silvia S. Hagge

Primero viajo, después te cuento. El viaje es una excusa. Una excusa para sacar fotos. Otra excusa para encontrar historias.

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