NUEVE DIAS EN PAKISTÁN 1:
1. El cruce
“Te acompaño a cualquier lado, menos a Pakistán”, le dije tajante a Graciela, eterna compañera de viajes, cuando en una de nuestras caminatas me vino con la propuesta. Hasta aquel momento nunca le había costado convencerme de cualquier otro destino. Cuando se trata de viajar, tengo el sí fácil. Sin embargo, ese país no estaba en mi lista de prioridades y prefería seguir con mis proyectos personales.
Meses después, cuando me tomaba del hombro en uno de los momentos más difíciles de mi vida, me susurró al oído la misma propuesta. Los meses anteriores habían sido tan duros que un viaje a Pakistán sonó a spa. Sin darle cabida a la reflexión, compré el pasaje y tramité la visa.
Pusimos el despertador a las seis de la mañana en Amritsar, sagrada ciudad Sihk en India. Salimos a las ocho rumbo a la estación de tren de Attari. Desde allí cruzaríamos la frontera tan controvertida hacia Pakistán. Se suponía que el tren salía a las once y media pero, a falta de información, decidimos llegar temprano. Todo estaba cerrado, no se veía ninguna boletería y alguien nos sugirió que volviéramos una hora más tarde. Amritsar todavía estaba en calma y decidimos aprovechar la hermosa luz de la mañana para sacar fotos de los alrededores. Una mujer con su familia, cargando más bultos de los que necesitaban, cruzaron a pie las vías para ponerlos en el andén, a un metro de altura, con la ayuda de varios maleteros deseosos de colaborar por algunas rupias. Un hombre, que luego supimos que era uno de los grandes jefes de la estación, quiso convencernos, a toda costa, de no tomar el tren, sino de cruzar la frontera caminando que era mucho más fácil y más rápido. Según él, el tren no llegaría a destino antes de las siete de la tarde. No lo logró. Estábamos decididas a cruzar esa frontera en tren una vez en la vida.
Junto a las vías, cruzamos un portón del andén y nos encontramos con un mostrador. Allí, una señorita escoltada por un hombre nos pidió los pasaportes, revisó las visas, nos anotó prolijamente en un cuaderno que ya tenía otros nombres y nos indicó pasar a una gran sala. Estábamos en Inmigración de India. De todas las ventanillas había sólo una abierta. Delante de nosotras había una familia con tantos bultos como hijos. Aparentemente, el jefe no quiso hacer esperar a las únicas extranjeras en tomar el tren y abrió otra ventanilla especialmente para nosotras. Chequearon nuestros pasaportes, nos sacaron una foto, nos dieron un formulario para completar y nos acompañaron a otro sector de la misma sala. Allí, detrás de nosotras, reapareció diligente y corriendo el mismo jefe para atendernos nuevamente, volver a mirar nuestros pasaportes que acababa de ver y sacarnos un pedacito del papelito que él mismo nos había dado en la ventanilla anterior. Tras pasar las valijas por rayos x, nos hicieron abrirlas y las revisaron así nomás. Nos pidieron el pedacito del papel restante y nos indicaron pasar a la sala de espera.
Esa burocracia de papelitos y salitas y exceso de personal y bultos que pasan desapercibidos me trae recuerdos muy cercanos y no precisamente de Singapur.
La sala de espera era grande. Grande y fría. Fría y aburrida. Optamos por salir al andén y sentarnos sobre nuestras valijas bajo el sol matinal que todavía era agradable. Nadie sabía a qué hora el maquinista, el guarda, el tren o el mismísimo gobierno indio decidiría cuándo partiríamos. Tuvimos un primer contacto muy lindo con una familia musulmana que vivía del lado indio. Por primera vez iban a cruzar la frontera para visitar familiares del otro lado, tan cercano y tan lejano. Probablemente jamás se habían visto ya que habían sido separados en 1947, cuando se trazó la división entre India y Pakistán.
A eso de las dos de la tarde vimos llegar el tren y la posibilidad del cruce de frontera se hizo más palpable. Dejamos subir primero a los pasajeros locales cargados de bultos, cajas, carritos, hijos. Subimos cuando estaban todos arriba y dejamos nuestras valijas junto a los asientos forrados de plástico verde. El tren de varios vagones apenas tenía pasajeros. No nos alcanzaban los ojos para tantear el terreno, para saber si era acaso posible fotografiar. Según contaron fue construido en 1976 aunque, por falta de mantenimiento, parecía mucho más antiguo. A pesar del olor a baño y la falta de limpieza, era, al menos para nosotras, muy pintoresco.
Si de algo estábamos seguras en ese momento, era que esa forma de entrar a Pakistán había sido la decisión correcta.
A las dos y treinta y dos de la tarde el tren comenzó a moverse, lento, pero decidido. Las ruedas chillaban sobre las vías como quejándose de algo que aún no sé. El andén seguía bañado de sol. Asomada por la puerta aún abierta, saludé a los que allí se quedaban. Entre ellos estaba un señor que nos había dicho que el tren saldría a horario. Me miró, me saludó, miró su reloj y me hizo entender que no se había equivocado. Si bien el tren avanzaba lentamente, en escasos minutos atravesamos “tierra de nadie” y llegamos a la estación Wagah. Claro, sólo 3 km la separan de Attari. Si hubiéramos llegado a la estación justo antes de la una de la tarde, hora límite para comenzar el trámite, la espera hubiera sido mucho menor. Pero como de todas formas nuestro objetivo era observar, vivir y fotografiar, esa espera nos vino como un bonus.
El boleto de ida desde Attari hasta Wagah nos costó 30 rupias indias, al cambio del día, 42 centavos de dólares estadounidenses. Es difícil de creer cómo logran, cobrando un pasaje tan barato, poner en marcha semejante empresa faraónica que incluye, entre otras cosas, mover vagones, cambiar locomotoras y poner todo el personal de frontera. Imagino que el mayor interés en mantener este cruce fronterizo abierto radica en la cantidad de contrabando que debe cruzar dentro de todos esos bultos que algunos pasajeros, por no decir todos, acarrean dos veces por semana. ¿Sería esa la razón principal por la cual insistían en convencernos de cruzar a pie? Quizás no querían que viéramos ese tipo de irregularidades.
Muchos de los pasajeros, pensativos, perdidos en una mirada brillosa, veían el paisaje cambiar a través de la ventana. Para muchos de ellos era la primera vez. Para nosotras también. Claro que su emoción tenía otro significado, mucho más profundo. Bellísimos paisajes punjabíes, intercalados con alambrados de púa, militares armados en posición de firme mirando atentos los vagones; otros, la frontera. Algunos a caballo galopando a la par del tren que se desplazaba fatigosamente. Sentí un cosquilleo en el corazón al ver, en los pequeños pueblos fronterizos, familias enteras saludar al tren y mirar el espectáculo que se repite cada lunes y jueves, casi a la misma hora.
Unos días antes habíamos quedado en encontrarnos en la estación de Wagah con Karim, nuestro contacto en Pakistán. Al buscar la salida de la estación, nos informaron que debíamos comprar un billete de tren y continuar viaje a Lahore porque no estaba permitido bajar allí. Durante largos minutos nosotras insistimos con que debíamos hallar a Karim y el empleado ferroviario con que compráramos los billetes para continuar. No quedó otra, tuvimos que seguir. Nos comunicamos con Karim y quedamos en encontrarnos en la estación de Lahore. Los pasajes nos costaron 200 rupias pakistaníes, lo equivalente a 1,43 dólares.
Resignadas, volvimos a subir al tren. Antes de salir pudimos observar unas negociaciones un tanto turbias donde los guardias y militares se repartían paquetes de galletitas que, probablemente, los contrabandistas les habían entregado como parte del arreglo. Durante el viaje de aproximadamente una hora aprovechamos para sacar fotos y escuchar lo que algunos pasajeros querían contarnos.
Un hombre sin uniforme se nos acercó para pedirnos los pasaportes. Se sentó en nuestro vagón junto con otros amigos y, mientras conversaban y reían, miró con detenimiento cada página. Tras largos veinte minutos, tomó su teléfono y fotografió hoja por hoja. Sólo varios días después supimos que, al cruzar la frontera en tren, uno queda registrado y pasa a ser monitoreado todo el tiempo. Nada de eso hubiera pasado si hubiéramos volado directo desde Singapur hasta Lahore.
Las ruedas del tren volvieron a chillar cuando frenó en la estación. Casi frente a nuestra puerta, identifiqué a alguien que bien podría haber sido y resultó serlo: Karim. Un joven de barba que a primera vista ya daba la impresión de lo que confirmamos luego: era serio, educado e inteligente. Nos acompañó por largos pasillos y escaleras, ofreciéndose perseverantemente a ayudarnos con las valijas, hasta que llegamos a un auto blanco, vehículo que sería nuestro transporte y que superó ampliamente nuestras expectativas. Taheem, nuestro chofer, alto, delgado y buen mozo, parecía conducir muy bien, hasta que en el primer giro en U encerró y tocó a una moto que quería pasarlo por la derecha. Con Graciela nos miramos y por un momento dudamos de sus capacidades al volante.
Por la noche cenamos con Sulayk, un fotógrafo que, en un principio, iba a acompañarnos pero que, finalmente, tuvo que cancelar porque otro proyecto se le superponía. También era joven e inteligente y seguramente su belleza natural le había ayudado a desarrollar ese aplomo que lucía. Junto con Karim nos llevaron a cenar comida local en una calle peatonal, donde degustamos deliciosos kebabs, biryani, nan y pollo mientras compartimos una charla muy amena. Broche de oro para nuestra primera noche en Pakistán.