Del asombro al desconcierto bajo la luna riojana

Silvia S. Hagge
4 min readFeb 16, 2025

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En el hotel me convencen en ir al Parque Provincial Ischigualasto a la visita de las cinco de la tarde, la última del día, la que permite ver el atardecer y quedarse después para la experiencia nocturna. No lo tenía planeado, pero tengo la suerte de estar acá justo la última noche de la visita bajo la luz de la luna llena. Ocurre cuatro noches al mes, y yo, sin preverlo, caí en la última. Pura suerte.

Antes de salir, chequeo el clima con el chico de la recepción del hotel. Me dice que no hay cambios, que las salidas siguen en pie. Ni nubes ni lluvia previstos, solo viento.

Ischigualasto, el famoso Valle de la Luna, está del otro lado de Talampaya, pero parece otro planeta. Suelos grises con toques rojizos y verdes, formaciones que el viento fue esculpiendo a lo largo de milenios. A esa hora del día, recorrerlo es un festín. Después de tres horas de asombro puro, vuelvo a la entrada del parque. Ahí, en el único restaurante, ceno mientras espero la visita nocturna.

A eso de las once de la noche nos alineamos en una caravana de unos quince autos. Salimos detrás de la guía, nos adentramos unos veinte minutos sobre la calle de tierra hasta un estacionamiento, y desde ahí empieza la caminata. Dos horas de andar bajo la luz de la luna.

El suelo es de arenilla suave, de un gris que engaña: parece lunar, aunque nuestros pies no flotan. En silencio, contemplamos. Nos guiamos por la voz de la experta, que nos señala formas en las rocas, nos invita a mirar las estrellas. La luz es tenue, blanquecina, suficiente. Salgo de ahí empapada de luna, con la certeza de haber vivido algo que no parece real.

Pero lo más extraño aún no pasó.

Voy de regreso, con la luna llena todavía alta en el cielo. Son casi las dos de la madrugada y tengo por delante treinta kilómetros hasta el hotel, que está en la nada misma. La ruta es oscura, la luna ya no alcanza para iluminarla. Voy despacio, con la luz larga encendida, atenta por si se cruza algún animal. En cada rincón de La Rioja me advirtieron lo mismo: manejar con precaución.

Hasta el cruce de la Ruta 150 con la 76 voy acompañada por algunos autos de la visita. Pero cuando doblo hacia El Chiflón, ya no queda nadie más. Estoy sola. Mantengo un ritmo lento, unos 70 km/h, por si acaso. Y de pronto, a lo lejos, siluetas en movimiento.

Es una familia de cuatro caballos salvajes. Trota tranquila por la banquina derecha hasta que, sin apuro, decide cruzar. Freno, apago las luces altas, pongo balizas, espero. Es un espectáculo solo para mí.

Después vienen las curvas. Montañas a la izquierda, precipicio a la derecha. Ya no hay riesgo de animales sueltos, solo el camino que se enrosca y exige atención. Paso por un santuario de la Difunta Correa, sus botellas brillan pálidas en la noche. Y cuando la ruta vuelve a enderezarse, veo algo más adelante.

Balizas titilando. Un vehículo detenido.

Anticipo que puede ser un auto que se llevó por delante un animal. Me acerco y lo compruebo. Un animal atropellado. Bajo la velocidad, me preparo para frenar si hace falta.

Y hace falta.

Un hombre grandote, en shock, me hace señas desesperadas. Esquivo los vidrios, me adelanto unos metros y detengo el auto en la banquina. El cuerpo me tiembla, porque sé que la cosa no es menor. Lo único que pido es que no haya víctimas.

El hombre me habla a borbotones, con la voz rota. Se llevó por delante un ternero. Murió en el acto. Me cuenta que venía despacio, que dejó pasar a cinco que cruzaron, pero que el último, el más rezagado, cambió de idea y volvió a la ruta justo cuando aceleró. No pudo esquivarlo.

Recién ahí miro la furgoneta blanca. Dañada, inutilizable. Las balizas iluminan la carrocería abollada, los vidrios rotos.

Y entonces el hombre dice algo que me descoloca: lleva un féretro en la parte de atrás.

La furgoneta es de una cochería.

Trago saliva, trato de mantener la compostura. No tiene señal. Me pregunta hacia dónde voy. Le digo que a El Chiflón, a 20 km de ahí. Me dicta un número de teléfono, lo anoto en mi libreta con mano temblorosa. Le digo que voy a pedir ayuda. Suspira aliviado.

Subo al auto, enciendo el motor. Todavía me dura la adrenalina, me gustaría pisar el acelerador y salir de ahí rápido, pero no puedo. Temo otro animal en el camino.

Cuando llego al hotel, todo está cerrado. Sin luces, sin movimiento. Me obligaron a dejar la llave de mi habitación en la recepción, y ahora no hay nadie que me abra. Si no lo soluciono, me tocará dormir afuera, en las reposeras que durante el día disfruté bajo el sol, pero que ahora, en la madrugada, y en el medio de la nada, no se ven tan acogedoras.

Antes, lo urgente: llamar por ayuda para el hombre del accidente. Marco el número con los dedos fríos. Nadie atiende. Pruebo otra opción: busco “Cochería Ombú” en internet. Encuentro otro número, llamo. Atienden.

La voz al otro lado me escucha, entiende, agradece. Van a mandar ayuda a Daniel. Sí, Daniel se llama el hombre que tuvo un mal día.

Resuelto eso, queda lo mío. Golpeo puertas, ventanas, saludo a las cámaras de seguridad, le pregunto a los gatos. Nada.

Resignada, vuelvo al auto. Lo estaciono en un sector cubierto, me acomodo en el asiento trasero. Los cinturones de seguridad se me clavan en las costillas, pero ya no me importa. Cierro los ojos.

Las imágenes del día pasan por mi cabeza como diapositivas enloquecidas. El atardecer en Ischigualasto. El suelo blando bajo la luna. La familia de caballos cruzando la ruta. Las balizas. El hombre en shock. El féretro.

Todo en un mismo día. Todo en una misma noche.

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Written by Silvia S. Hagge

Primero viajo, después te cuento. El viaje es una excusa. Una excusa para sacar fotos. Otra excusa para encontrar historias.

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