La Rumania que conocí
Catorce F, ventanilla en Air France, acomodé mis cosas y saqué mi guía de Rumania. En sandwich, a mi izquierda, un hombre de unos cincuenta. Al ver lo que estaba leyendo, Mandalin comenzó el diálogo. Se fue de Rumania a Francia a los treinta y cinco años con un puesto en IT. En su nuevo país armó una familia de cuatro hijos: varón de veinte, nena de dieciocho y mellizas de catorce.
Me habían aconsejado que no tomara el taxi en la cola normal del aeropuerto de Bucarest sino de ir a unas pantallas táctiles donde podía elegir la compañía y sus precios. Al apretar esa pantalla digital, por debajo salió un papelito impreso con los detalles del taxi que pasaría a buscarme en apenas dos minutos. Sorprendida por la rapidez, tuve que acelerar hacia el cajero automático para sacar efectivo, única forma de pago del taxi que había elegido.
A la una de la madrugada el trayecto que suele llevar tanto tiempo como paciencia durante el día congestionado de autos, sólo me llevó media hora en llegar a la habitación que había alquilado. El edificio: un típico ejemplo del paso del comunismo que duró desde 1947 a 1989. El portón de entrada, la dirección en tipografia comunista en amarillo, el ascensor, los buzones son vestigios de un pasado que algunos recuerdan con melancolía. Las puertas de los departamentos, todas diferentes en estilo, tamaño, material y color. Muy pintoresco, al menos para mí. Adentro, el confort actual, un copy and paste de los departamentos temporarios en alquiler de un mundo cada vez más globalizado: práctico, conformable, limpísimo, silencioso, aunque impersonal. Abajo, un cine.
La mañana siguiente comencé a descubrir la ciudad que había adivinado la noche anterior. La lluvia tediosa no me impidió recorrer sus calles y comprobar la construcción ecléctica donde los estilos compiten: un edificio con rasgos turcos pegado a uno art deco, apoyado a uno neoclásico que está pegado a una iglesia ortodoxa rusa que a su vez linda con una mole comunista. El gris de los edificios se disuelve en el cielo del mismo tono.
Había quedado en encontrarme con Lucia, una rumana que conocía de años atrás en Singapur. Nos dimos cita en la pequeña iglesia Stavropoleos de frescos maravillosos. Desde allí caminamos varias horas bajo la lluvia, visitamos los barrios mientras nos poníamos al día con nuestras vidas.
Fuimos al Ateneo, impecable; a la plaza Victoria, a la plaza Romana. Pasamos por un número increíble de teatros, hasta uno exclusivo para niños. Después de varios kilómetros de caminata, me dejó en el parque Herǎstrǎu que además de árboles y un lago, tiene un museo muy simpático donde desde 1936 instalaron casas típicas de diferentes regiones de Rumania.
Terminé la tarde en el Parlamento, con cielo despejado y un atardecer sublime. Por la noche me sorprendió la elección de luces para iluminar edificios: fucsia, verde neón. Las luces interiores, tan fluorescentes.
Excelentes medios de transporte en Bucarest: colectivos por todos lados, se puede pagar con tarjeta sin contacto. Limpios, prácticos y bien señalizadas las paradas y los recorridos. El subte es también impecable. Los pasajes se pueden comprar en máquinas fáciles de usar, con tarjeta.
Me llamó la atención la civilidad de los rumanos: los peatones esperan, siempre, que su semáforo esté verde para cruzar. Los autos esperan pacientes a que los peatones crucen por sendas peatonales cuando no hay semáforos. Sólo encontré loquitos en autos en caminos de montaña o zonas urbanas, poco pacientes y no respetan los límites de velocidad. No hay basura tirada por las veredas siempre limpias y no hay olor a orina. Los baños públicos son impecables.
Elegí el tren como medio para que me transportara a Cluj-Napoca, hermosa ciudad, segunda rumana en tamaño, animada por la cantidad de estudiantes universitarios que la residen. No es la forma más rápida de llegar, pero, para mis ojos, la más pintoresca. Ocho horas en un vagón cómodo y no muy lleno, pude ver la variedad de paisaje de Transilvania. Zonas urbanas con edificaciones comunistas, fábricas abandonadas, áreas cultivadas, campos amarillos, verdes. Iglesias ortodoxas, estaciones varias donde bajaban algunos pasajeros y subían otros. Imaginé que iba a llegar más rápido de lo previsto porque el tramo hasta Braşov, a 185 kilómetros de Bucarest, fue de sólo dos horas. Pero para cubrir los 271 kilómetros que separan a Braşov de Cluj-Napoca, a velocidad de carreta llevó seis horas un tanto tediosas hacia el final.
Llegué a Cluj pasadas las diez de la noche con lluvia rabiosa y sin saber por cuál de las tantas salidas subir a la calle. Sin un lugar donde cobijarme, pedí un auto por la aplicación BOLT que me habían recomendado y en apenas unos minutos estaba camino al hospedaje que se encontraba en pleno centro histórico desértico a esa hora y con esa lluvia. Cuando marqué el código en la puerta del edificio tal como me lo habían indicado, el portón se abrió y me encontré con las caras preocupadas pero tan hospitalarias de los simpatiquisimos Jeta y su marido. Inquietos de no tener novedades mías, habían enviado a su hijo a la estación para buscarme sin éxito. Sentí la misma sensación tibia de cariño y afecto que había recibido en los años noventa cuando llegué a Budapest. Jeta y su marido excedían en servicio, se peleaban para subirme las valijas y de mostrarme el confort extraordinario de la habitación impecable que me habían preparado. Una ducha caliente reparadora en un baño moderno e impecable, una cama más que confortable, ayudaron a olvidar las largas horas que había pasado sentada para atravesar Transilvania.
El motivo principal de este viaje había sido recorrer Maramureş, la región norte, pegada a Ucrania. La primera vez que escuché hablar de este lugar fue de Nikos, mi profe de fotografía, donde por los años noventa había hecho un trabajo extraordinario que lo llevó a Magnum. Hacía doce años que quería conocerla, pero por alguna razón u otra no había podido hacerlo. No es tan fácil llegar hasta allá aunque hay varias opciones. Una que me habían recomendado era entrar por Hungría. Cinco horas de ruta desde Budapest que no estaría nada mal. Sin embargo, opté por algo un tanto más incómodo, pero que me permitiría tener una leve introducción del país antes de llegar a destino. Cluj-Napoca era una opción para aterrizar desde París, con escala en Bucarest, cosa que descarté para poder conocer la capital.
En Cluj-Napoca viven algunos fotógrafos que fueron también alumnos de Nikos, y al contactarlos, me compartieron varios datos interesantes para programar mi viaje y me dieron cita para conocerlos. Los simpatiquisimos Alex y Mihai son fanáticos de la fotografía, tema del que hablamos sin parar durante las varias horas que pasamos en un bar. La mañana siguiente comenzarían mis cuatro días de ruta por los pueblos de Maramureş.
Mi primer destino fue Baia Mare, 133 kilómetros hacia el norte. Ruta fácil de manejar aunque con varios camiones que sobrepasan la velocidad límite de autos. Más al norte, el tráfico amenguó y el paisaje pasó a tener agricultores, pastores y sus ovejas. Un cementerio, un caballo y su carro de madera, mujeres cabezas cubiertas con pañuelos coloridos, limpiaban tumbas. De fondo, como banda sonora, la bordeadora de césped. A partir de ahí comenzaron cuatro días de sobredosis de iglesias ortodoxas de madera. Muy similares unas a otras, torres altas, marrón madera añeja, frescos coloridos y dorados, rodeadas por un cementerio y una paz de verde y olor a ovejas.
Al día siguiente me esperaba otra ruta agradable de zona rural que me llevaría a un cementerio muy particular en Sǎpânța: Cimitirul Vesel, o en criollo, el Cementerio Alegre. El escultor Stan Pǎtraş en 1935 comenzó a esculpir sobre madera que pintaba de azul, imágenes de la vida del difunto con inscripciones que relatan sus vidas con anécdotas simpáticas. Un homenaje a la vida estéticamente bello y una iglesia colorida por fuera y por dentro, totalmente cubierta de frescos que explotan color. Una idea maravillosa para recordar a aquellos que pasaron por el mundo. Hice noche en Sighetu Marmației, “Siguet”, para los íntimos, a 5 kilómetros de la frontera con Ucrania.
En una de las calles que atraviesan pueblos, me llamó la atención que sobre un poste de luz, allá alto, había un nido gigantesco con una cigüeña, su cigüeño y futuro cigoñino. Estacioné el auto y bajé para retratar este evento inédito para mis ojos. Cuando continué mi camino, me di cuenta de que no era el único suceso, sino que todo a lo largo de los kilómetros que recorrí posteriormente crucé decenas de nidos con sus huéspedes pasajeros que desde hace años hacen lo mismo cada mes de abril desde África. Los nidos son ocupados por los mismos residentes cada año. El macho llega primero a fines de marzo y comienza la renovación del nido para después esperar la llegada del resto de la familia. A mí me voló la cabeza y no pude dejar de estremecerme cada vez que veía uno.
El camino me llevó por valles y sierras verdes, plagadas de árboles. Y por pueblos. Las casas, coloridas o recubiertas con cerámicos pequeños de colores de lo más variados. Me sorprendió que en algunos pueblos estaban dispuestas en forma oblicua con respecto a la calle.
Entre caminos zigzagueantes transitados por demasiados Audis, BMWs y Mercedes o camiones cargados que iban acelerados, aparecía un carro de madera con su caballo o un tractor. En el tramo sinuoso en excelente estado de 60 kilómetros que separa a Sighetu de Vişeu de Sus, los pueblos hacia el este se tornan más tradicionales. Valles puro verde y algunas flores de árboles frutales que adivinan primavera. Altas montañas nevadas de fondo.
En medio de ese camino hice una parada en un pueblo apacible llamado Glod. Olía a jabón de ropa o a desinfectante. Todo muy limpio, muy cuidado. Los jardines con el pasto bien cortado. Mantas coloridas secando al sol. Tranquilidad de sábado, cantos de pájaros y nadie a la vista. Estarían todos en la iglesia para los preparativos de la celebración del domingo de Ramos de la iglesia ortodoxa que sería el día siguiente. Olor a leña quemándose, gallos, perros que ladran para asustar pero que son tan buenos como Lassie, más pajaritos, silencio de humanos. Una vaca en el jardín de una casa entretenida con el pasto entre sus dientes vino corriendo a saludarme cual perro. Click. Una foto para el recuerdo.
Más gente limpiando vidrios. Tantas ventanas limpias en pueblos perdidos. Recordé que tendría que limpiar las mías. Una viejita, falda floreada, sweater marrón, pañuelo bordó sobre su cabeza. Botas de lluvia, guantes de látex. Subida a una escalera apoyada al paredón que me sonaba peligrosa, la adiviné limpiando su ventanita mínima que daba a un arroyo. Minutos más tarde pasé nuevamente por el mismo lugar y la ví debajo del puente peatonal que la lleva a su casa, caminando, no sin dificultad, sobre las piedras del arroyo, ayudada con las manos aferradas al paredón. Imaginé que volvería, paciente esperé su regreso. Nos saludamos, arroyo por medio, intentó volver a acomodar su escalera mientras me explicaba en rumano lo que hacía. No entendí pero comprendí. Su misión no era solamente limpiar su ventana, sino también pintar los marcos.
Tanto sacrificio para un detalle. Cuánta belleza en un instante.
En Botiza, posiblemente el lugar más poblado de todo mi recorrido, sábado después del mediodía cuando uno imagina silencio y siesta, la iglesia principal más grande que bella, estaba en plena acción. Varias decenas de mujeres se acercaban a la iglesia, todas sin excepción, pañuelo atado al cuello para cubrir la cabeza. En su vestimenta, ya sea la falda o el pañuelo, algún detalle de flores. Todas, sin excepción, cargando las bolsas de tela cuadriculada tan de ahí. Botellas de vino, comida, ofrendas. Frente a la puerta principal de la iglesia, dos chicos de no más de doce años abrían cuadernos, muchos cuadernos, sobre una mesa con mantel, en la página con una lista larga de nombres. Supongo que era para anotar las donaciones de cada uno. En el cementerio que rodeaba la iglesia, como tantos otros de los que ví esos días, hombres y mujeres limpiaban las tumbas, cortaban el pasto, cambiaban las flores.
Llegué a Vişeu de Sus pasada de hambre. Estacioné en la puerta de Casa Chira. La casa superó mis expectativas. Tipo chalet, pura madera y toque de piedras, arquitectura local en medio de un jardín sublime. Demasiado sublime para estar sola ahí. La llave estaba en la puerta de mi habitación, dejé la valija y salí a buscar el restaurante Cassa que la dueña me había recomendado para cortar mi ayuno involuntario.
Cuando regresé de mi cena no eran todavía las ocho de la noche. Me di cuenta de que no iba a estar sola en esa casa cuando ví que una fiesta se había armado en el quincho del fondo. Música a todo vapor, el sol todavía alto. Me instalé en el jardín con vista a las sierras y al río para editar fotos. Sublime tono luminoso de atardecer. La música seguía. Cuando el sol bajó y sentí frío, entré al comedor a terminar mi botellita del pinot grigio de hacía un par de días que había puesto en el freezer. Cuando seguía editando en el tibio ambiente del comedor, uno de los hombres me invitó a celebrar con ellos. Sin dudarlo, acepté.
Era el cumpleaños de Alex: veintiocho años, apenas divorciado después de cinco años de matrimonio.
— Una bruja — me dijo sin que le preguntara la simpática Nicoleta, madre de Alex.
Además de los padres de Alex, a la fiesta estaban invitados amigos de la vida. Daniel, compañero de infancia, George, colega de negocios y su encantadora hija Alexia: veinte años, estudiante de veterinaria. Sus padrinos, Sergiu, cantante de música tradicional rumana con quien tiene una banda y su hermosa esposa Florina, maestra de niños en situación de discapacidad, y su inteligente hijo Luca, de quince años.
Todos ellos viven en Satu Mare, pegada a Hungría, con la excepción de Alexia que está estudiando en Timisoara, ciudad que me recomendaron visitar algún día.
Cuando se enteraron de que era argentina cambiaron la música y comenzó a sonar una lista de canciones de mi tierra. En esa fiesta cantamos, bailamos, charlamos. Celebramos la vida y conectamos. Fue como si nos conociéramos de siempre.
Sin haberlo planeado, el domingo era de Ramos y el cielo estaba pintado de azul. Sin haberlo programado, mi camino me llevaría por Bârsana donde se encuentra un monasterio impactante por su simpleza, deslumbrante por su belleza. El monasterio es un conjunto de casas y templos con techos de madera a varias aguas caída libre, salpicados en el valle tan verde como ondulado. Si algún día decido hacer algún retiro, tiene que ser ahí. Qué lugar maravilloso y pintoresco, sobre todo en un día como ese, con el sol radiante y los cientos de fieles desparramados en el jardín. Ellas con faldas y pañuelos a flores y camisas blancas inmaculadas. Ellos, elegantes con sus camisas, también blancas, chalecos coloridos y sombreros de paja que parecen pequeños para sus cabezas.
Sin haberlo pensado, llegué a la mejor hora para poder estacionar el auto no tan lejos de la entrada del monasterio, y me fui justo antes de que terminara la misa, evitando un embotellamiento que anticipé como la salida del Monumental después de un clásico. Los autos que llegaron después de mí tuvieron que estacionarse a un par de kilómetros del templo. Como previsto, partí a Breb, mi último destino en Maramureş. Después de otro camino tan sinuoso y pintoresco como la mayoría en la zona, llegué a destino justo antes de que termine la misa en la iglesia principal que se ve al llegar al pueblo. La iglesia, más impactante que linda, resalta cuando el camino baja zigzagueando hacia el valle, allá abajo. Una belleza que trajo la naturaleza y ayudó un poco el hombre. Me resulta difícil encontrar el adjetivo adecuado para dibujar esa sensación con palabras.
En Breb había alquilado una habitación en una casa que sin saberlo estaba justo frente a esa iglesia. Maria me recibió con inmenso cariño y me preparó una cena casera deliciosa. Sopa de pollo con fideos, niños envueltos y chorizo colorado que bajé con el aguardiente casero.
Al día siguiente regresé a Cluj donde dejé el auto, donde Jeta volvió a recibirme con el mismo cariño de siempre. Cené con Mihai y conocí a otro fotógrafo, Andrei, donde seguimos hablando de fotografía y brindamos por el cumpleaños de uno de sus amigos.
***
En Rumania estuve ocho horas en tren, manejé 730 kilómetros y caminé otros tantos. Me reencontré con amigos, hice otros y celebré con desconocidos.
En Rumania comí guisos de pollo, carne de vaca y cordero. Comí polenta dura y polenta chirla con queso tipo Mendicrim. Tomé varias sopas de pollo con fideos, niños envueltos en hojas de repollo rellenos con arroz y carne de cerdo. Chorizo colorado de morir. Acepté la propuesta de algunas copitas de țuică, horincǎ en Maramureş, un aguardiente casero hecho de ciruelas de un cuarenta porciento de graduación alcohólica que sirve de digestivo.
Rumania pertenece a la Unión Europea hace diecisiete años, pero usa su moneda local: el RON o Lei, para los rumanos, con billetes impecables en plástico como los de Australia o Singapur. Maravillé con sus paisajes y arquitectura, con su simpleza y tradición. Me sorprendí por la limpieza de los baños, la civilidad en las calles, el respeto a los otros.
Los rumanos son conservadores en términos de simpatía, pero sobresalen en eficacia y generosidad. Servicio y precisión. Van al grano y no se exceden en adjetivos. Encontré gente que habla del pasado con nostalgia y otros que prefieren no recordarlo.
En Rumania encontré un país que me gustaría volver a visitar.
Silvia S. Hagge
Abril, 2024