BUSCANDO A HUSAIN ALI 5
Cuando puse un pantalón negro y una camisa del mismo color en la valija antes de salir de París, no se me ocurrió que me servirían para un velorio. La noticia llegó ayer, de golpe, como suele ser. Estábamos sentados en la terraza tomando el té delicioso de Kassem, esta vez con hojas de menta para bajar la deliciosa comida india que con su esposa nos habían cocinado. La menta de su jardín, como las nueces recientemente cosechadas del nogal a mi izquierda, o las almendras del almendro frente de mí.
Risas y largas conversaciones con Sheikh Hassan Menhem, también familiar mío. Vino porque quería conocerme, aunque también, convencerme. Esa charla animada que no dejaba espacio para el silencio, fue interrumpida por uno de los hijos de Kassem: “Murió la tía Zainab”. Rostros en shock. Silencio. Una reacción que podría haber sido en el occidente. Paralizados. Palabras que no salían. Miradas perdidas. Un momento de pausa. Minutos donde no pasaba nada. Hasta que de a poco fueron cayendo en la realidad.
Zainab tenía 66 años y era hermana de Kassem. La tenía en mi árbol genealógico pero aún no la había conocido. Tenía problemas cardíacos y ya su estado estaba muy deteriorado. Kassem se paró y fue a prepararse para ir con el Sheikh a la casa de su hermana. Tía favorita de muchos. Llantos entre los más jóvenes.
Mohammed que hoy cumple 22 años, me llevó de vuelta al hotel. Se disculpó por lo abrupto que fue el final de la cena.
…
Hasnaa había quedado en pasarme a buscar hoy para ir al velorio. Mientras la esperaba, de fondo, la banda sonora: esos cantos tristes de mezquita. Llegó tarde porque le había caído una visita de sorpresa. Como siempre. Se cae de sorpresa. No se avisa.
De negro de pies a cabeza, me pasó el pañuelo que le había pedido que me prestara. Tenía que cubrir mis mechas. Cuando partimos ya no se escuchaban los cantos. Dejamos el auto a unas cuadras y nos dimos cuenta de que la ceremonia había terminado. Caminamos cien metros más hacia el cementerio.
El cementerio estaba plagado de hombres. Las mujeres, adentro de una sala. Antes de entrar, vimos un revuelo de mujeres gritando y en el medio un par de hombres intentando alzar a una mujer desmayada sobre una silla blanca. La cargaban con dificultad y la llevaban hacia un auto. Recién ahí Hasnaa se dio cuenta de que era una de sus hermanas. Mujeres a los gritos alrededor, como hemos visto alguna vez en un documental. Yo, atónita, estática en medio de ese despliegue. Entre todos trataron de acomodarla en el auto para llevarla al hospital. Hasnaa me dejó en manos de una desconocida para que me entregara a alguna cara familiar. Unas doscientas mujeres de negro, cabezas cubiertas, llantos silenciosos y otros no tanto. Pañuelos arrugados para secar lágrimas o para tapar bocas. Nos costó bastante llegar hasta el frente de la sala, un embotellamiento de mujeres en todas las direcciones. Sobre una tarima, una foto de Zainab. Alrededor, caras conocidas. Pero esta vez, con ojos rojos. Mona, Nour, Fatima. Besos, abrazos, pésames. Mona me acompañó con Nour a sentarme. Entre la multitud, Ma’asumah, la que me adora, me raptó para que me sentara a su lado. En forma de óvalo, estaban dispuestas las sillas donde estaban sentadas las familiares de la fallecida. De pie y en fila india, las que no eran de la familia próxima, avanzaban como en las visitas presidenciales una tras otras y daban la mano a cada una de las sentadas, incluida yo. Me decían algo en árabe que deduje sin dificultad que era el sentido pésame. Cada vez que pasaba una Khamar, Ma’asumah se encargaba de presentármela. Creo que nunca di la mano a tanta gente en tan poco tiempo. ¡Cuánto hubiera dado para sacar fotos! Después de unos veinte minutos de apretar manos, de asentir con la cabeza y de sentirme en una película, Nour vino a mi rescate. “Si no querés tener que dar la mano a tantas mujeres, vení conmigo”. Estas jóvenes sí que la tienen clara.
Le dije que quería salir y ver el entierro. Me dijo que no podíamos entrar al cementerio hasta que los hombres no terminaran de saludar a los familiares de la difunta. “Vení acá que podés ver mejor”. Nos ubicamos en platea VIP, detrás del paredón entre los autos, y pude ver la procesión de hombres. Reconocí a un par de puñados de primos que me saludaban desde lejos. “Vamos a intentar entrar por allá”, me dijo Nour, segura. Puso primera, esquivó familiares y se metió por la entrada principal para no chocarnos con los hombres. Pasamos por las tumbas de nuestros ancestros, y caminamos paralelas a la fila de hombres para ir directo a donde estaba la tierra fresca. Allí ya estaban algunos deslizándola entre sus dedos. Kamel, el carnicero tan simpático que había conocido el otro día, pañuelo árabe negro y blanco al cuello, rezaba por su hermana de rodillas, moviendo sus manos como siempre hace cuando dice Gracias a Allah, si Allah quiere, o que en paz descanse. Por su derecha se acercaba Kassem. Se arrodilló y la lloró. Al verlo ahí no pude evitar las lágrimas. Pensar que ayer estábamos de festejos y hoy estamos acá, despidiendo a su hermana.
Ví que se me acercaba Mohammad. Lo saludé por su cumpleaños. Día triste pero hay que celebrar también la vida. Tan simpático, tan servicial. Nos quedamos charlando hasta que Ma’asumah vino a buscarme para mostrarme todas las tumbas de los Khamar. La de su madre, la de nuestros ancestros. Muchos familiares aprovecharon la ocasión de estar ahí para acariciar el mármol con el nombre de los suyos.
Ya quedábamos pocos y Hasnaa seguía en el hospital. Mohammed se preocupó por mí que no quería dejarme sola. Se encargó de organizar que me llevaran a la casa del padre de Ma’asumah y que Hasnaa me pasara a buscar por allá. Llegamos a la casa. Las mujeres se sacaron los trapos, y se pusieron la túnica de florcitas y capucha para retirarse a rezar. Mientras tanto, me quedé charlando con Jaffar en el living.
Hasnaa llegó cuando su hermana tuvo el alta del hospital. Después del café, nos sacamos el negro, nos vestimos de celeste y nos fuimos de paseo a Jezzine, como lo habíamos previsto. Broche de oro para un día que pintó triste.