BUSCANDO A HUSAIN ALI 4
Me siento como en una visita diplomática. Me vienen a buscar para llevarme a ver familia. Me caen al hotel de sorpresa. Camino sola por la calle, me cruzo con alguno que dice que es mi primo, me lleva a su casa para contarme. Todos ellos que me llevan, todos, sin excepción, son de mi familia. Así sigo armando este rompecabezas confuso de primos descendientes de la misma sangre. Primos que se casan entre sí. Mohammads, Husseins, Hadijas. Orgullosos de cargar el apellido Khamar. Apellido que dicen que es el que debería llevar.
Familias numerosas, algunas más tradicionales que otras. Las mujeres, todas, con la cabeza cubierta. Y esto me lleva a contarles cómo es:
Sin que les pregunte me dicen que es por propia iniciativa. Que la familia les da la libertad a hacer lo que quieran. Entre todas ellas, con tanta tela encima, me siento desnuda. Mi pelo, cuánto dará que hablar. Si bien visto pantalones, camisas de mangas largas sin escote evidente, polleras hasta los tobillos, cae de maduro que no soy de acá. Me siento Shakira paseando en bikini. ¡Qué incómodo se siente uno cuando es minoría!
En mi lado del mundo a veces le pregunto a una amiga que se fije si no me quedó lechuga pegada en el diente. En este lado se le pregunta a su amiga o mejor dicho, prima, si no se le ve algún mechón pecador saliendo debajo del chador. Como si fuera un tic, las manos de ellas están siempre acomodando la tela sobre la cabeza, estirándola hacia adelante para tapar un poquito más la frente. Acto que se repite ante la llegada de otro hombre, antes de sacar alguna foto, antes de aparecer en una video llamada. Cuando hay más confianza, y estamos sin hombres o con hombres más cercanos a la familia, que son padres o hermanos, puertas adentro, comienza la hora tan esperada para ellas, el fin de ese sacrificio: pelar esas telas. Sacan el alfiler, arrancan el pañuelo de la cabeza, la túnica que cubre la ropa que llevan abajo. De golpe son otra mujer. Una mujer tan distinta. Irreconocible. Natural. Pelos revueltos. Musculosa, leggings, chancletas. Tanta sexualidad escondida bajo esa tela. Cuánto me alivia verlas así. En casa no hay peligro. En casa son ellas mismas.
La religión, tan metida. La convicción, tan profunda. Trabajo de años, tan inculcada desde hace tanto. Los dos hermanos de mi abuelo Husain Ali eran Imanes. El Corán siguió siendo el libro más importante en el corazón de estas familias. El que les enseña todo. El ser bueno con el otro, el sentido de la familia, el respeto al padre. Hasta cómo organizar los días con actos prácticos que hoy vemos en cursos de buenos hábitos. También aprenden a no aceptar la homosexualidad.
Las familias son hermosas. Hay genes demasiados lindos y el corazón demasiado grande. Abunda la generosidad, la simpatía, la comida. El amor. Pero esa religión tan metida.
Cuando entramos en confianza, las jóvenes más ortodoxas, con todo respeto, se disculpan y me hacen preguntas. Que si practico alguna religión, que si mis hijas, que qué pienso de. Y tiemblo. Tiemblo porque no sé cuánto sería correcto decir, cuándo sería correcto callar. Trato de distraer con una mosca que vuela pero me vuelven al ahora, a esa pregunta. Tantos ojos que me miran. Tanto silencio para escucharme. Y ahí salgo con la historia de mi religión personal, que sale del corazón, que quiere al otro, al diferente por igual, que sea de otro color, de otro pueblo, de otro gusto sexual. Trago saliva. Ojos más abiertos. Quiero salir de ahí. Y sigo para arreglarla, y por ahí la embarro un poco más. Asienten. Dicen que me entienden. Y me confirman: nosotros condenamos la homosexualidad. Me quedo sin palabras. ¡Qué ricos estos tomates!
Estas familias viven para estas familias.
Y el Corán. Y tienen mucho orgullo de pertenecer a la familia Amar. Como sentirse de un equipo de fútbol. Pero más. Un fanatismo por el apellido que no suelo ver en mi entorno.
Así y todo cuánto disfruto de ese amor que me brindan. De esas puertas que se abren, de ese tiempo que me dedican, de esas respuestas que me traen. Gracias a ellos, el rompecabezas de ese lado de mi vida se va armando.
…
La comida, tan importante en esta cultura. Según ellos, también es el Islam que lo enseña. Dar de comer a alguien es primordial. Ese alguien tiene que recibirlo. Si no come, no es buena señal. No me cuesta mucho quedar bien.
Cuando llego a alguna casa, comienzan los saludos eufóricos. Las mujeres me dan la mano, muchas agregan tres besos. Las más grandes, besos ruidosos como los que recuerdo de las tías queridas. ¡Cómo me gustan! Ellos, casi todos, se ponen la mano en el corazón. No puedo tocarlos. Pido permiso para abrazar a algún viejo. Qué feliz soy cuando me lo permiten. Esos abrazos tan lindos. Los hombres que tienen más calle, aquellos que viven en Beirut, que coinciden con ser los más bombones, me dan la mano. Me gusta.
Me hacen sentar en una sala rodeada de sillones o en el patio donde traen sillas plásticas que estaban apiladas en un rincón. Quince minutos de charla pasan hasta que comienza un movimiento que ya me suena familiar: acercan una mesa plegable y la ponen delante de mi. Anticipo sorpresa.
Un plato de frutas, nueces de la zona, almendras, semillas de girasol. A veces, galletitas. Todos esperan a que yo, la invitada, me sirva primero. Si no lo hago, nadie come. El otro día un nenito vestido de Messi, insistía a que me sirviera. Yo seguía hablando y no me animaba a servirme hasta que recordé la tradición. Pobrecito, qué hambre tenía.
Recién después de un rato se ofrece café o té. Café tan turco, té tan exquisito. Kassem Abu Talib, nieto del hermano de mi abuelo, tiene la reputación de hacer el mejor té. Y creo que sí. El té viene en pava. Los vasitos de vidrio como siempre en esta parte del mundo. La mayoría lo toma con un tercio de azúcar. Se sorprenden cuando lo pido sin.
Más tarde, si la charla sigue, comienza a haber nuevo movimiento en la cocina. Levantan todo lo de la mesa plegable y pasamos al comedor. Si rondan las once de la mañana, es un desayuno que por lo general consiste en mankusha, que puede venir de pan árabe fino o una especie de crêpe rellena de kechek, mezcla de trigo triturado con labneh, o relleno de zaatar. Olivas, frutas secas, un plato con tomates, pepinos, menta. Más té.
Si es rondando las cuatro de la tarde es para la comida principal del día, una cena. Ahí puede variar en ensaladas, brochettes, kebbe, fataye, arroz, entre tantas otras delicias. No hay postre. Los dulces circulan todo el resto del día. Y claro, cero alcohol. Cabe destacar que me siento en un centro de desintoxicación.
Si me llevan a una casa después de la puesta del sol, el movimiento es similar. Los saludos, la mesa plegable, las frutas coloridas, las frutas secas, el café o el té. Hasta que yo decida que es hora de partir.
Hoy, a las cuatro de la tarde me toca cena en la casa de Kassem Abu Talib, el del buen té. Como le encanta la India, hoy me esperan con chicken curry y dal. Anticipo panzada y buena charla con su hijo Mohammad “Bombón” Abu Talib, politólogo especializado en Turquía, que me prometió contarme de qué habló el otro día en la tele.
Todo eso, claro, Inshallah.