Ayer me pasó algo insólito que, a pesar de ser insólito, me suele ocurrir.
Para ir desde Capital hasta San Miguel, opté por salir de Panamericana al Buen Ayre y de ahí tomar la Ruta 8. A la altura de Bella Vista, en un semáforo en rojo, miré a la derecha. Había una parada de colectivo con unos siete pacientes posibles pasajeros. Detuve la mirada en una señora de pelo blanco con rodete, anteojos de marcos rojos, equipo de gimnasia y zapatillas. Pensé, esta señora resalta por alguna razón que desconozco. ¿Será escritora, artista? ¿A dónde irá? El semáforo se puso en verde y continué mi camino.
Antes de ir a lo de mi padre, tenía que pasar por una casa de ortopedia. Era sábado y la calle estaba llena de autos. No había lugar dónde dejar el mío, sólo encontré un estacionamiento a 900 metros del lugar donde tenía que ir. Lo dejé ahí y partí a pie por la misma calle, derecho. Unas cuadras más tarde, ante mi sorpresa, me encontré en la puerta de la que fue mi escuela desde primer grado hasta quinto año. El portón estaba abierto. No lo dudé. Entré. Me quedé unos quince minutos recorriendo el patio, los pasillos, las aulas. Cuando estaba satisfecha, salí a la calle y continué el camino hacia la ortopedia.
A 50 metros de la ortopedia pude ver que había una cola de unas ocho personas delante de mí. Esperé paciente. Al rato sentí que una señora detrás de mí se preguntaba también la razón de la cola. Me dí vuelta para contarle la razón. La miré y ví que esta mujer tenía el pelo blanco atado en un rodete, anteojos de marcos rojos, equipo de gimnasia, zapatillas. Me quedé pensando, perpleja. Me animé y le pregunté. “Disculpe señora, por casualidad, ¿es posible que hace media hora haya sido usted la que estaba esperando un colectivo en la Ruta 8?” Su respuesta fue afirmativa. Fue así que conocí a Ana María.