ANTÍPODAS 6

Silvia S. Hagge
6 min readJul 7, 2022

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LAGUNA NAICK NECK

La antípoda de Laguna Naick Neck es agua al norte de Taiwán. No importa, esta historia no puede quedarse afuera de mi proyecto.

A unos minutos en auto desde Laguna Blanca, encontré a José Cheng. Quién hubiera dicho que iba a encontrar un taiwanés en Formosa.

José Cheng, un simpático taiwanés de setenta y un años, con un español “al mandarín”, cuenta que llegó a la Argentina en 1976 con veintisiete años. En Taiwán había tenido un pasado acomodado. José creció como Xiang Yi Cheng en una familia plagada de médicos. Sus padres, sus cuatro tíos, su hermano, su primo. Hasta su hija hoy es doctora. Pero él decidió disfrutar primero así que abandonó los estudios y después se las tuvo que ingeniar. Como me dice, “yo vivía muy tranquilo, mis padres tenían plata, yo no necesitaba trabajar, yo no sabía hacer nada”. En aquel momento el dinero no faltaba, pero años después, en los ’70, el gobierno de Taiwán comenzó a cobrar altos impuestos a los profesionales y entonces llegaron los problemas financieros. José tomó la decisión de emigrar junto con otros familiares. Tenían tíos en Argentina y decidieron probar aquí. “Primero vinieron mi hermano, mi primo y amigos. Eran unas tres o cinco familias. Fueron a Paraguay donde sacaron las visas para luego entrar a la Argentina. Primero entraron ellos para pedir la inmigración. Fue muy bueno tener a mis primos acá que son los que me abrieron el camino. Lo único que sabíamos de Sudamérica era de libros. Sólo recordaba el ABC. A: Argentina, B: Brasil, C: Chile. En esa época no había muchos taiwaneses en Argentina. Yo fui el octogésimo tercer taiwanés en entrar. Un número de suerte.”, dice Cheng, quien para esa época no hablaba nada de español.

Al principio, José Cheng y su familia se instalaron en Pilar. Intentaron cultivar hongos chinos, hortalizas y, más tarde, sandías sin semillas mediante una técnica que le había enseñado un conocido de INTA en China. Cheng cuenta que esos años fueron muy frustrantes porque varias veces tuvieron heladas que les hicieron perder toda la producción. “Todo estaba duro como piedra.”

“Como las cosas no iban bien en Buenos Aires, decidimos todos juntos, entre hermanos y primos, ir a buscar suerte a otro lado. Éramos siete. En Buenos Aires, fuimos a visitar la oficina de una cooperativa japonesa. Mi cuñado hablaba japonés, fue a averiguar qué cosas podíamos encontrar para hacer en alguna otra provincia. Nos convencieron de ir a Misiones. Allí encontramos una cooperativa japonesa que se dedicaba a plantar árboles para hacer papel. Pero nosotros no sabíamos nada de árboles y ese proyecto nos llevaría entre quince y veinte años. Era plantar para nuestros hijos o nietos, pero nosotros necesitábamos la plata en ese momento. Además, a esos japoneses los ayudaba el gobierno de Japón, pero a nosotros no nos ayudaba nadie. Buscábamos otras alternativas para cultivar en esa zona de sierras. Era complicado plantar hortalizas en las sierras donde el agua corre rápido.”

Siguieron buscando ideas y se dieron cuenta de que allá podían plantar yerba mate, pero no sabían nada de eso y era poca plata para un trabajo tan complicado. “Entonces los japoneses de Misiones nos contaron que en Espinillo, Formosa, habían otros japoneses ingenieros que habían trabajado en INTA en Paraguay. Miramos el mapa y se podía llegar desde Misiones a Espinillo pasando por Clorinda. Fuimos en micro. Llegamos al mediodía, muertos de hambre. El viaje había resultado mucho más largo de lo que habíamos imaginado y no teníamos nada para comer. Preguntamos por el japonés, nos dijeron que su casa estaba a 300 metros. Al llegar nos dimos cuenta de que ese japonés no era el que buscábamos. Nos dijeron que el otro estaba a 15 kilómetros de allí. No había colectivos, así que nos fuimos caminando, muertos de hambre. Hacía mucho calor. Tampoco teníamos agua. Llegamos a su casa, su mujer nos dejó entrar pero él no estaba, se había ido a llevar la producción a Buenos Aires. Su señora nos contó que estaba sola con sus dos hijitos. Nos dijo que él volvía al día siguiente. Los japoneses son como los chinos, somos como de la misma sangre. La señora nos preguntó si ya habíamos comido y mi cuñado le dijo que sí. Yo me quería morir porque estaba famélico. Recordaba todo lo que había visto afuera, tomates, verduras, gallinas. Podría haber matado una y cocinado con las verduras, pero mi cuñado le dijo que ya habíamos comido. Antes de irnos sacamos unos tomates que encontramos y nos pusimos a comer desesperados. Golpéabamos las puertas de las despensas, nadie tenía nada para comer y estábamos agotados”.

Gracias a la ayuda de ese japonés, José junto a sus seis socios pudieron encontrar algunas tierras para comprar. Al principio tuvieron unas hectáreas donde cultivaron tomates, lechuga y otras hortalizas. Las vendían en Buenos Aires. También tuvieron varias heladas donde perdieron toda la producción. En ese momento el padre de José vivía con él. Las heladas fueron muy duras para ellos. No tenían plata. José se cayó varias veces, pero volvió a levantarse.

Ya hace años que se separó de los socios y está sólo con su mujer y un asistente con quien está trabajando hace veinte años. Mientras Cheng me cuenta, su asistente viene preocupado porque por la tormenta de la noche anterior perdieron muchos mangos que todavía no estaban maduros. José está un poco preocupado, pero ha vivido pérdidas mayores. Gracias a la plantación de casuarinas todo alrededor de la chacra, las pérdidas no han sido tan terribles. En cambio su esposa sí está muy estresada por esa pérdida. Entra y sale de la casa, hace llamados telefónicos, habla con el asistente. Se agarra la cabeza. El asistente le dice, “no quiero que se ponga mal, pero no le voy a mentir. Perdimos más o menos el equivalente de un cajón de mangos”, y ella vuelve a agarrarse la cabeza y entra a la casa.

Frutasia, de José Cheng tiene cien hectáreas. Cincuenta de mangos de todo tipo y tamaño; veinte de lichi, guayaba y ojo de dragón, entre otras. Una gran cantidad y variedad de frutas exóticas. “Soy el campeón de las frutas exóticas en Sudamérica.” Lo han venido a visitar de todo el mundo. “De abril a julio puedo mandar aproximadamente siete mil frutas al Barrio Chino en Buenos Aires. Todo natural, no uso fertilizantes químicos. Hace veinte años que uso fertilizantes naturales que hace mi hermano en Buenos Aires. No se necesita lavar la fruta.”

Dice que ahora está viejo, es diabético y no sabe quién continuará con Frutasia. Cree que nadie. Sus hijos no van a continuar. No le gusta Buenos Aires, está contento de estar en Formosa y terminar su vida ahí.

José Cheng tiene un hijo, Alejandro, que vive en el Barrio Chino de Buenos Aires donde administra un bar. José también tiene una hija médica que vive en California. “Estudió en Buenos Aires. Es muy inteligente. Hizo especialidad en Los Ángeles, en Medicina General. Es jefa en el hospital, también es profesora de universidad. Su esposo también es doctor.”

Antes de despedirnos, José me lleva a conocer sus plantaciones, sus árboles que le dieron tanto. Esos árboles que ya tienen historia. La historia que José hizo en la otra Formosa.

15 de noviembre, 2019.

Laguna Naick Neck. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge
Se viene una tormenta. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge
Se vino, nomás. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge
José Cheng en Frutasia. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge

Agradecimientos:

Muchas gracias a José Cheng por contarme su historia.

A Julián, por haberme hablado del taiwanés en Formosa.

A Alfre, por leerme.

En memoria de Alf, mi mayor e irremplazable fan.

Y a todos ustedes que me siguieron hasta acá.

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Silvia S. Hagge
Silvia S. Hagge

Written by Silvia S. Hagge

Primero viajo, después te cuento. El viaje es una excusa. Una excusa para sacar fotos. Otra excusa para encontrar historias.

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