ANTÍPODAS 3

Silvia S. Hagge
9 min readJun 17, 2022

EL ESPINILLO antípoda de NUEVA TAIPÉI

EL ESPINILLO

Llego a El Espinillo con ganas de ir al baño. Estaciono el auto frente a la plaza. Una camioneta está estacionada delante de la Municipalidad. Debe haber alguien dentro del edificio. Abro la puerta que cruje mendigando aceite. Utilizo mi viva voz para decir “Buenas tardes” y preguntar si hay alguien, pero no escucho respuesta. A mi izquierda, una puerta cerrada con un cartel que dice “Golpee y será atendido”. Golpeo. Espero. Espero, pero nadie atiende. Quiero ir al baño. Veo que hay uno al fondo, pero no me animo. Tengo miedo que la persona que está en el edificio decida irse, cierre con llave y me quede encerrada hasta el día siguiente. Vuelvo a insistir pero tampoco tengo respuesta. Me decido por golpear la puerta de al lado con el cartel de “Intendente”. Una voz masculina me invita a entrar. Un termo gigante sobre el escritorio, con servidor de esos que uno aprieta desde arriba y sale el chorrito al mate que está apoyado justo debajo, permite evitar el esfuerzo habitual de levantarlo y tumbarlo para cebar. Mi primera pregunta es directa, sin titubear: “¿Dónde hay un baño que pueda usar?” Me responde que “En la plaza de enfrente, hay unos baños públicos, pero ¿qué la trae por aquí?”. Le cuento rápidamente algo y me pregunta más y yo le pregunto otras cosas y se ofrece a contarme, y me invita a tomar asiento, pero yo no puedo más. Le digo que voy al baño de la plaza y que después seguimos, pero me dice la respuesta que estaba rogando en silencio: “venga que le muestro el baño de la municipalidad”.

El intendente me cuenta lo que yo no hubiera podido imaginar. Cuando había visto El Espinillo en el mapa, se veía como un pueblo muy chico, con pocas calles y menos habitantes. No recuerdo cuántos me dijo, pero Wikipedia me sopla que en el censo de 2010 eran entre 17.000 y 22.000. El intendente me ilumina y me cuenta que hay muchísimas hectáreas cultivables alrededor de todo el pueblo y que también es zona ganadera. Tampoco recuerdo cuántas, pero cuando me mostró el mapa parecían muchas hectáreas. La gente suele vivir en colonias, muchas colonias alrededor de El Espinillo, o Espinillo a secas, como lo llaman allá. En ellas viven los paiperos* a quienes el gobierno provincial les provee las semillas. La municipalidad de Espinillo luego se encarga de ayudarlos con sus maquinarias a preparar la tierra para el cultivo. La ciudad, que parece pueblo, tiene muchas escuelas, una iglesia, un gran polideportivo y una plaza con baños públicos que encontré siempre cerrados.

Mientras me cuenta y se interesa en mi proyecto le pregunto por alguien que pueda narrarme alguna historia del pueblo o algún héroe desconocido. Enseguida toma su teléfono y pregunta a su interlocutor si podía venir “ya” a la municipalidad, pero “ya porque es ahora”. A los diez minutos, no más, llega un joven buen mozo y muy educado. Alto, bien vestido, bien peinado. Ramiro me saluda con una voz grave aunque tímida y se sienta en la silla vacía. Abre su laptop mientras el intendente continúa su relato. Ahí me entero que Ramiro es el encargado del departamento cultural de la municipalidad, que estudia Lengua y literatura y que además es músico. Ramiro Maza es hijo de Domingo Maza Girón, un famoso músico formoseño, creador de chacareras. Ramiro creció en Colonia Apayeré donde, como en la mayoría de esas hectáreas, se cultivaba algodón.

Ramiro intenta convencerme de que visite un parque turístico. Le explico un poco mejor mi proyecto y entonces, entre otras cosas, me pone en contacto con Vidal Palacios.

Días después, en la puerta de la municipalidad donde me había citado, conozco personalmente a Vidal, joven de unos treinta y algo, casado, con hijos, alto, un poco encorvado. Días antes había caído una brava tormenta que dejó los accesos a las chacras imposibilitados. Subimos a mi auto. Tomo el volante pero, en la primera calle de barro, le pido que me reemplace ya que tiene más cancha para manejar en ese tipo de superficie resbaladiza. Acepta, pero la escasa separación de su nariz del parabrisas y su seguridad, o más bien la falta de ella, me hacen dudar de mi decisión.

El auto se desliza suavemente por el barro algunos kilómetros. Llegamos a una chacra. La chacra de Leonardo, un paipero. La chacra tiene la casa humilde donde han vivido muchos años con su esposa, varias plantaciones, algunos caballos y un gallinero que es, para mí, lo más destacable del lugar y, sin dudas, el más lindo que vi en mi vida. En él las gallinas ponedoras parecen felices. Casita con techo a dos aguas y enrejado. A través de esas rejas entran los rayos de sol este día de cielo limpio, esta tarde no muy calurosa, días después de la gran tormenta. El gallinero tiene muchos juegos modernos colgados o en el piso. Las gallinas caminan, suben, bajan, se cuelgan. Juegan como niños en un parque.

De fondo, muchos pájaros cantando, mientras junto a mí, Leonardo cuenta con voz pausada, estirando algunas vocales cuando quiere enfatizar algo. “Uno va tiraaaaando, despaciiiiiito”.

“Me dedicaba a sembrar algodón, era rentable al principio, pero se ha ido achicando. Pero el gobierno nos ha ayudado a seguir otro camino entre el 2005 y el 2007. Entonces ahora luchamos así. Con esto y con los animalitos, con la huerta y la quinta. Con muchas cosas me ayuda el gobierno provincial.”

Le pregunto cómo era el cultivo del algodón y me dice: “No nos parecía tan duro porque era lo que nos gustaba hacer. Lo que sabíamos hacer. Nacimos con eso. Desde mis abuelos hacían eso. Murieron haciendo eso. Se plantaba una vez al año, se cosechaba seis meses después. Con lo que sacábamos con el algodón aguantábamos los otros seis meses y nos alcanzaba para volver a sembrar. Pero ahora no. Eso cambió. Capaz agarraron otros países el tema del algodón. Durante el año trabajaba la familia y para la cosecha trabajaba el pueblo entero. Hasta los maestros iban a cosechar. Se ganaba mucha platita en esos tiempos. Pero después terminó todo. Y ahora vamos luchando con esto. Yo no pienso dejar de luchar. Y esto es lo que nos gusta. Liiiindo, para quien le gusta.”

Ya pronto va a caer la tarde. Leonardo prepara el caballo, lo monta y sale en busca de las vacas que están pastando. Ya casi no los veo en el horizonte.

14 de noviembre, 2019.

Paiperos*: del programa PAIPPA (programa de Acción Integral para el Pequeño Productor Agropecuario).

NUEVA TAIPÉI

La lluvia torrencial que golpea las ventanas me despierta más temprano de lo que hubiera querido. Intento volver a dormirme pero el alto ingreso de cafeína en mi organismo durante la noche anterior no me permite volver a hacerlo.

Parto del hotel rumbo a la estación de Keelung para regresar a Taipéi. Sigue lloviendo. Lo positivo que rescato de caminar quince minutos bajo la lluvia que no ha cesado en cuatro días, arrastrando dos valijas, con una mochila a la espalda y una cámara al cuello, ambas bajo un piloto y una capa con capucha bien aferrada a mi cuello para que no se baje, es que al mirar mi reflejo en una vidriera y ver esta aparición mezcla de jorobado de Notre Dame, el joven Frankenstein y Caperucita Roja, hay cero posibilidad de toparme con alguien conocido.

El tren expreso sólo toma cincuenta minutos en llegar a la Estación Central de Taipéi. La estación es una ciudad en sí misma. Allí convergen líneas que van al aeropuerto, a otras zonas de Taiwán y también aquellas que hacen conexiones con el metro. Prácticamente se necesita una maestría para poder saber qué salida elegir de las tantas que hay. A pesar de estar bien indicadas y señalizadas, hasta al viajero más experimentado le lleva un largo rato saber cuál tomar. La estación es tan grande que se puede deambular media hora por esos laberintos y todavía seguir adentro. Sin embargo, las dos veces que me encontré frente al mapa para ver por dónde salir, no llegaron a pasar ni dos minutos antes de que algún alma caritativa se acercara a ayudarme y me explicara claramente qué salida debía tomar.

Cuando llego a Taipéi ya no llueve. Después de varios días de lluvia sin parar es un alivio caminar por las calles sin mojarme. Me da una sensación agradable, como si hubiera recuperado la libertad. Voy al mismo hotel donde me había quedado unos días atrás y me dan la misma habitación. Miro un mapa para fijarme cuál es la antípoda de Taipéi y veo que es El Espinillo, Formosa, precisamente en Nueva Taipéi, cerca de la estación de metro llamada Meishan. Camino y veo un parque con mucha gente haciendo deporte. En realidad, es una gran pista de atletismo con mucha gente, mucha gente que camina alrededor de ella. Gente sola, gente acompañada por amigos o por perros. Gente vestida con ropa deportiva y gente vestida con ropa de calle. Todos caminando como si alguien acabara de decirles que es saludable caminar. Todos en sentido antihorario. Escucho gritos de niños como los que escucho en cada país cuando estoy cerca de alguna escuela. Me asomo por arriba de un paredón y compruebo que sí, efectivamente es una escuela. En el patio, muchos alumnos están en clase de educación física.

Me alejo del centro deportivo, empiezo a caminar por las calles del barrio y escucho, a lo lejos, esa musiquita tan típica de Taiwán, la musiquita de los camiones de basura. Parada en la esquina, veo una señora muy elegante, pollera larga violeta, camisa floreada, gorrito amarillo y las dos manos delante de su falda sosteniendo una diminuta cartera roja. Podría pensarse que espera una cita, pero las dos bolsas rosas de plástico a sus pies la delatan. Está esperando la llegada del camión de basura. La recolección de basura merece ser contada, como lo hice después de mi primera visita a Taipéi en noviembre de 2016.

Nadie me había preparado para la experiencia inédita que es la recolección de basura. En Taiwán no existen tachos comunitarios. Cada residente tiene que hacerse cargo de llevar sus desechos al camión cuando éste pasa. Todas las tardes, a una hora determinada según el barrio, se comienza a escuchar una musiquita que proviene de los camiones recolectores. Cabe aclarar que cada camión tiene una melodía distinta para que cada usuario pueda reconocer el arribo del suyo. Las bolsas de basura común son especiales y se compran en sitios específicos. El dinero recolectado es una tasa de servicio. En estas bolsas va la basura que no es reciclable ni orgánica. La recolección de artículos reciclables y orgánicos no paga tasa. Es una forma de fomentar a que lo que termine en la basura común sea lo mínimo indispensable. No es mala idea.

Al escucharse la musiquita a lo lejos los vecinos comienzan a salir de sus casas con las bolsas de basura. Mientras caminan y se van juntando a la espera del camioncito aprovechan para saludarse y charlar. Cuando éste se acerca, todo se transforma en una experiencia surrealista. Hay que decidir rápidamente qué se entrega primero y dónde. Las bolsas se arrojan con fuerza en el acoplado del camión que pasa primero; las de desechos orgánicos se le puede entregar en mano al hombre del camión y, aquellas con reciclables, se entregan a otro camión que viene detrás donde un par de personas con delantales blancos de plástico van separando los cartones, los vidrios, las latas y los plásticos. La relación con los recolectores es muy respetuosa y amena, incluye saludos y palabras de aliento. Luego, los camiones comienzan a desaparecer. La musiquita empieza a escucharse cada vez más lejana y los vecinos vuelven a sus hogares, felices y satisfechos de haber depositado los desechos donde correspondía. Mientras tanto, la que suscribe, sola, parada en medio de la calle mirando el horizonte, queda estupefacta con lo que acaba de vivir.

21 de noviembre, 2017

Vidal Palacios me conduce hacia los paiperos. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge
El Espinillo. O Espinillo, a secas, como lo llaman allá. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge
Cementerio cerca de El Espinillo. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge
La elegante señora esperando su cita con el camión de basura. Noviembre, 2017. ©Silvia S. Hagge
Nueva Taipéi. Noviembre, 2017. ©Silvia S. Hagge

Agradecimientos:

Muchas gracias al intendente de El Espinillo. A Ramiro, Vidal, Leonardo. A las almas caritativas que me indican la salida correcta de la estación central de Taipéi. A los recolectores de basura y sus camioncitos musicales.

A Alfre, por leerme.

En memoria de Alf, mi mayor e irremplazable fan.

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Silvia S. Hagge

Primero viajo, después te cuento. El viaje es una excusa. Una excusa para sacar fotos. Otra excusa para encontrar historias.