ANTÍPODAS 2

Silvia S. Hagge
7 min readJun 10, 2022

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SIETE PALMAS antípoda de JISHAN.

SIETE PALMAS

Ocho kilómetros de ripio separan a Siete Palmas de la ruta asfaltada. Esos kilómetros se hacen más largos sobre una superficie repleta de pozos. Después de minutos interminables de polvareda y campos a ambos lados empiezo a pensar que este camino no me está conduciendo a ningún lado. Hasta que en esa inmensidad de soledad aparece un hombre. Le pregunto y me contesta: “Siga derecho nomás. Todavía faltan algunos kilómetros.” Tras varios minutos donde todo sigue igual compruebo que tenemos una noción diferente de las distancias. O del tiempo. O de andar.

Llego a un lugar que parece ser el que buscaba. Una larga arboleda escolta la calle principal. También de ripio. Ninguna calle de Siete Palmas está asfaltada. En las copas de los árboles hay pájaros que no veo pero escucho cantar a viva voz. El cielo explota azul. Un rayo de sol cae directo sobre la linda capilla Virgen de la Roca. No puedo dejar de mirarla por un rato. Los cantos de esos pájaros se entreveran con la música de cumbia de los altoparlantes. Es martes. Parece domingo si no fuera por los chicos que salen de la escuela. Uniformados. Impecables. Camisas blancas para chicos y chicas. Polleras azules demasiado cortas para ellas. Pantalones, también azules, para ellos. Muy pocos con corbata. Los que me ven me miran asombrados, quizá se preguntan qué hago en su pueblo. Siguen su camino. Siguen su conversación animada. Mucha gente en moto o en bicicleta. Casi no hay autos, una que otra camioneta. Puro hombre. ¿Dónde están las mujeres de Siete Palmas?

Entro en la comisaría y pregunto quién podría contarme una buena historia del pueblo.

- “Antes de la iglesia, doble a la izquierda, en la segunda casa de rejas verdes. Ahí pregunte por Cáceres.” -dijo sin titubear el que compartía mates con el policía de turno.

Llego a la casa. Detrás de las rejas verdes, Eusebio Cáceres sale a mi encuentro. Intuyo que ya estaba informado de mi visita. No se lo pregunto. Grandote, de paso y movimientos tranquilos. Con aire de bonachón me abre el portón y me saluda como si nos conociéramos de siempre. Toma un par de sillas y me invita a sentarme en el porche junto a él. Nos sentamos mirando hacia la calle. La gente que pasa en auto o caminando lo saluda y él siempre responde con una sonrisa. Su esposa, la segunda, está adentro ocupada en los quehaceres domésticos. Uno de sus hijos, el único que vive en Siete Palmas, se va a trabajar y me saluda al partir. Y ahora sí, Eusebio comienza a contarme.

Eusebio Cáceres tiene 72 años. Me cuenta que es músico. Que creció en la pobreza absoluta en una colonia donde junto a sus padres y varios hermanos cultivaban algodón. Que en época de cosecha muchos campesinos venían con la guitarra al hombro y, en los momentos de descanso, se ponían a tocar. “Eso apaciguaba lo duro que era cosechar durante tantas horas largas de trabajo.” Así fue como él y su hermano mayor aprendieron a tocar la guitarra y a cantar. A los 17 años, su hermano le propuso dedicarse a eso y pronto los contrató una banda en Paraguay. Estuvieron unos seis meses con ese grupo de música pero luego se terminó. Cuando estaban a punto de dar todo por perdido y regresar a Siete Palmas, un vecino, también músico, los invitó a quedarse y seguir con otra banda en Asunción. Tocaron con ellos hasta que su hermano tuvo que regresar para hacer el servicio militar. Fue entonces cuando Eusebio, con 18 años de edad, decidió viajar a Buenos Aires a la casa de otro hermano y se dedicó a cantar en cantinas de La Boca. Sólo abandonó el canto para hacer el servicio militar. Gracias a su buena conducta fue por poco tiempo. A los ocho meses ya estaba cantando de nuevo con su hermano. Durante 56 años hicieron giras por toda Formosa y muchas otras provincias argentinas. Un par de años atrás, los hermanos decidieron separarse porque “no teníamos los mismos ideales ni la misma pasión por la música”. Eusebio siguió solo, sin hermano pero con las mismas ganas de siempre.

A punto de jubilarse, un par de años atrás, algo le cayó del cielo. Algo que Eusebio se merecía, pero que no esperaba. Unos amigos que viven en Europa se juntaron para organizarle una gira por Alemania, Suiza, España y Francia con pasaje, hoteles cinco estrellas, traductor y guía pagos. Dio recitales en Berlín, París y Barcelona. Fue el sueño de su vida. Una experiencia inolvidable para quien pensaba que ya era momento de colgar la guitarra. Y las ofertas siguen. Ahora tiene una propuesta para ir a China y Japón, pero no se anima. Sufre de vértigo, pero también duda que la comida le vaya a gustar.

Su esposa me ofrece un tereré, riquísimo y auténtico. Eusebio, protector, no me deja tomar más de dos porque “a ver si le cae mal a la panza”. La última imagen que guardo de él es idéntica a la primera, detrás de las rejas verdes del portón de entrada de su casa. Pero, con la diferencia que esta vez ambos tenemos el corazón más lleno.

12 de noviembre, 2019

JINSHAN (金山區) y GEOPARQUE YEHLIU

A las 10 de la mañana, Alpha y Beta pasan a buscarme por el hotel. Nos reunimos para ver mi mapa y se ofrecen a llevarme en auto a todos esos lugares de las antípodas. Cuando nos disponemos a salir en un día que, como casi todos los que estuve en Taiwán, había amanecido también lluvioso, me dicen que en el auto nos esperan los padres de Alpha.

A primera vista, el padre de Alpha, de 84 años, me resulta serio y distante, pero más tarde deberé reconocer que es por pura timidez. Su esposa, de 74 años, tiene una personalidad completamente opuesta, en las antípodas. Es un cascabel. Ambos muy elegantes, abrigados con camperas de invierno modernas y zapatillas deportivas. La lluvia cae como si nunca hubiera llovido. O como si nunca fuera a parar. Esa lluvia rabiosa y molesta. Al llegar al primer lugar, me preparo para bajar del auto con una capa, piloto y paraguas y me sorprende ver que ellos también se preparan. Ante mi sorpresa me dicen que no hay problema, que quieren acompañarme. En cada parada, que no son pocas, mientras saco fotos debajo de la lluvia los veo detrás de mí en fila india, mojándose debajo de sus paraguas que luchan contra el viento.

Me llevan a un fuerte e insisten en mostrarme un cementerio. La lluvia cae a cántaros, odiosa. El viento empuja. El barro entorpece. El cementerio está abajo, se puede llegar por una escalera que se ve resbaladiza. Mi terror a las alturas y el miedo a resbalar es la combinación perfecta para un accidente. Les digo que no es necesario que me acompañen, que volveré en otro momento. Me dicen que no me lo puedo perder. Tengo tanto miedo por mí como por ellos. Convencen al padre de Alpha de quedarse arriba, pero la madre cascabel toma la iniciativa y baja, decidida, por el centro de la escalera. Yo la sigo, mucho más atrás, sosteniéndome de la baranda, con las dos manos y mirando donde apoyo cada pie. Cuando estoy por el cuarto escalón, veo en cámara lenta, como la señora se resbala, se desliza varios escalones rebotando sobre su cola, cae de espaldas y golpea la cabeza contra el último escalón. No puedo creer lo que está pasando delante de mí y presiento la tragedia. Una sucesión de imágenes me perturba y tengo una sensación de culpa inmensa. Lo que está sucediendo es por haberlos llevado yo hasta ahí. Ni siquiera tengo tiempo de bajar. Ella ya se está levantando de un salto. Se sacude el barro de los pantalones y continúa, como si nada hubiera pasado, llevándome al lugar que quería mostrarme desde el principio. Me lleva a cada rincón del cementerio. Le pregunto si está bien, me dice que no tiene nada. Me impresiona la fuerza, la energía y la capacidad para soportar el dolor. Ni siquiera renguea.

En cada uno de mis viajes a pueblos remotos brotan la generosidad y la hospitalidad de su gente. Cuanto más humildes, más ofrecen. Esta vez no fue la excepción. Me llevaron a comer pato al mejor lugar de la zona ubicado en un templo al que se llegaba después de atravesar un mercado. En la entrada del templo, ollas gigantes, mucha comida y mucha gente haciendo cola para los pedidos. La familia de Alpha ya se había repartido las tareas. El padre debía hallar la mesa, limpiarla y buscar bancos para todos. La madre y Alpha hacían los pedidos. Beta y yo llevábamos las bandejas. Una exageración en cantidad y variedad de comida. Regresamos al auto con bolsas llenas de lo que no pudimos comer y con mucho para recordar.

20 de noviembre, 2017

La capilla de Siete Palmas bajo el sol. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge
Eusebio Cáceres frente a su casa. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge
Madre de Alpha, la cascabel, y su hijo. Noviembre, 2017. ©Silvia S. Hagge
Me acompañan en fila india, a pesar de la lluvia el viento. Noviembre, 2017. ©Silvia S. Hagge
Turistas chinas en el Geoparque Yehliu. Noviembre, 2016. ©Silvia S. Hagge

Agradecimientos:

Muchas gracias al amigo del policía de turno por mandarme a lo de Eusebio. A Eusebio por contarme su vida. A su mujer por esos ricos tererés. A Alpha y a sus padres y a Beta, por todo lo que me mostraron, por su fiel compañía bajo la lluvia y por esa comida inolvidable en el templo.

A Alf, mi mayor e irremplazable fan.

A Alfre, por leerme.

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Silvia S. Hagge
Silvia S. Hagge

Written by Silvia S. Hagge

Primero viajo, después te cuento. El viaje es una excusa. Una excusa para sacar fotos. Otra excusa para encontrar historias.

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