ANTÍPODAS 5
GENERAL MANUEL BELGRANO antípoda del PARQUE PIAO LU MU
GENERAL MANUEL BELGRANO
Ñeca de Bale me da cita en el Almacén San Miguel, negocio que le pertenece pero que ahora es atendido por uno de sus hijos. Tal como supuse y luego confirmé, allí está él, detrás del mostrador. Cuando le pregunto por su madre, enseguida la manda a llamar. El Almacén San Miguel seguro conoció épocas mejores. Aun así, me sorprende la variedad y cantidad de productos a la venta. Ñeca viene a mi encuentro y me invita a pasar a su casa que está pegada al negocio. Entramos y nos instalamos en el living comedor. La camisa de la elegante y simpática Ñeca se mimetiza con las paredes rosas.
Ñeca de Bale es paraguaya. A los diecisiete años se fue a vivir con una tía a Colonia Apayeré, a unos treinta kilómetros de General Manuel Belgrano. En esa misma colonia, años más tarde, crecería aquel Ramiro Maza que menciono en el relato de El Espinillo y en esa misma colonia, Ñeca conocería a un hombre trabajador. Hombre con quien se casó y vivió hasta que un infarto los separó.
En 1964 se mudaron a General Belgrano, antes llamada Cataño Cué. “Cué significa ‘es’, por lo tanto se traduce como ‘Es Cataño’”, me explica. Cataño era un italiano que ella no llegó a conocer porque él ya no estaba cuando Ñeca se mudó allí. “Tenía un campo gigantesco. Yo no sé si es cierto, pero decían que era evasor de impuestos. Tuvo que dejar todo e irse. Aquí había muy poquitos pobladores. No aborígenes, todos argentinos, unas diez familias. No había agua, ni luz, ni nada.” Ñeca también me cuenta con voz clara y pausada que en aquel tiempo llegaron a trabajar la tierra unas veinte o treinta familias de franceses de origen argelino. “Vinieron esos franceses y encontraron tierras para venir todos juntos. Muchos eran solteros. Algunos se fueron a Misión Tacaaglé y otra parte a Belgrano.”
Los suegros de Ñeca abrieron un almacén donde también vendían comidas preparadas. “Esos franceses se instalaron y la gente local comenzó a buscar trabajo. A cada familia el gobierno francés le dio un auto, un camión, una cosechadora y todas las herramientas para poder trabajar. Les donaron quinientas hectáreas para trabajar en agricultura. Parece que esas tierras las donó el gobierno de Argentina al gobierno francés. Se hicieron las casas y empezaron a trabajar la tierra”. Así escuchó y así me cuenta Ñeca.
“En ese tiempo, por el ’66, vino un ingeniero. Era constructor. Vino a hacer el pueblito. Trazó las calles entre las chacras, hizo la comisaría y la escuela. Le daba trabajo a todos los que venían a pedir porque tenían montones de herramientas y sobraban cosas para hacer. Antes no vivía nadie aquí. Toda la gente venía de otro lado. Luego se quedaron.”
“Mi marido trabajaba en el tractor, con la cosechadora. Manejaba todos los vehículos. Y en el ’65, yo ya tuve mi primer hijo. Íbamos juntos a trabajar lejos, yo lo acompañaba. Ellos alquilaban también más tierras. Primero sacaron los árboles y limpiaron la tierra para prepararla. Cultivaron banana, zapallo, girasol. Tenían compradores que venían de otro lado, pero se ve que muchos años el gobierno francés los ayudó. Recuerdo que a veces las bananas no se vendían entonces se pudrían en el campo, se caían todas, se ve que los ayudaban. Después, algunos se fueron para Buenos Aires y otros volvieron a su país.”
Le pregunto si quedaron algunos franceses y me dice que sólo unos pocos. “Algunos hijos se han quedado en el campo. Conozco a uno que vive todavía acá. Los padres se fueron a Buenos Aires pero él no quiso ir.”
-Cuénteme cómo consiguieron el almacén.
-Nosotros vivíamos en otro lado, habíamos empezado a trabajar en otra casa. El dueño de esta casa era constructor, pero falleció. La señora se quedó sola y quiso venderla porque se la querían sacar. Ya tenían un pequeño almacén. Entonces nos dijo que nos la quería vender. Vendimos lo que teníamos y nos vinimos a vivir acá. Y hasta ahora estamos. Después la agrandamos.
Ñeca tiene 3 hijos. El mayor, que se encarga del almacén. Le sigue una hija que a los veintitrés años se recibió de odontóloga en Corrientes y que hoy, a los cuarenta y nueve, vive en Formosa capital. La tercera hija vive en la casa del fondo y las une un caminito. “Nos comunicamos por el patio”, me dice con una sonrisa.
A sus setenta y tres años Ñeca se ve muy bien. Luce coqueta, tiene la cabeza bien afilada y mucha energía. Dice que se enfermó de hipotiroidismo y artritis reumática a los sesenta y dos años. “Es muy doloroso, no tengo defensas, la piel se me seca mucho.” Está bien tratada por médicos en Formosa capital.
La nieta menor de Ñeca entra a la casa con la niñera, un yogur y unos caramelos que acaba de comprar en el almacén, pero que “el tío no me quiso cobrar”, afirma mostrándome los billetes arrugados en su manito. Pizpireta, no para de hablar mientras su abuela no puede ocultar tanto orgullo detrás de la sonrisa. Más tarde pasa la nieta mayor, adolescente, con uniforme escolar y el pelo suelto. Le entrega algo que suena a excusa para entrar.
Antes de irme, Ñeca me quiere mostrar toda su casa. Muy linda, muy cómoda. Colores alegres y detalles que la hacen cálida. Se nota que ha formado una hermosa familia y, si bien ha tenido una vida con muchos sacrificios y arduo trabajo, ahora puede descansar tranquila sabiendo que ha logrado más de lo que hubiera imaginado.
Las paredes externas de la casa tienen distintos tonos de verdes. Según me cuenta, el pintor le dijo cuanta pintura debía comprar, pero no alcanzó. Cuando fue a buscar más, ya no había del mismo tono. Su camisa rosa resalta delante de los diversos verdes. Me acompaña hasta el auto. Los pájaros no paran de cantar.
14 de noviembre, 2019.
PARQUE PIAO LU MU
Para ir desde Zhong Li hasta Piao Lu Mu Park, la antípoda de General Manuel Belgrano, Google Maps me indica tomar un tren hasta Hu Kou, luego un ómnibus hasta Hou Hu y, desde ahí, caminar. Cuando salgo de la estación de tren de Hu Kou, no encuentro ni parada ni ómnibus a la vista, aunque sí veo un grupo de taxistas conversando animadamente en la vereda a la espera de algún pasajero. Me acerco y me miran sorprendidos al ver una cara que no es de ahí. Les muestro el mapa en mi teléfono pero no tienen idea de qué bus podría llevarme. Pregunto a uno de ellos si me puede alcanzar, se fija en el mapa y me dice que sí. Pregunto si puede esperarme un par de horas allí, pero me dice que no. Cuando le pregunto cómo puedo hacer para volver, contesta que allí no hay parada de taxis y que tendría que llamarlo por teléfono. Acepto entonces su oferta.
El cielo está oscuro, cubierto de nubes. Parece que se avecina una tormenta. Avanzamos a lo largo de una angosta y calma carretera sin veredas. No se ven autos. Explota de verde. Las casas, de tejas, que parecen de clase media, están rodeadas de palmeras y, cuando no hay casas, hay más palmeras aún. De a poco noto que las hojas comienzan a balancearse y, al rato, ya se sacuden con más fuerza. Me pregunto si será por la tormenta que cada vez está más cerca o por el mar que está ahí nomás. O la combinación de ambos. En el camino, mi chofer saluda a otro taxista que venía en sentido contrario. Frenan. El amigo baja de su auto y camina hacia nosotros. Se dicen un par de cosas, entiendo que quedan en encontrarse en algún lado en unos treinta minutos, supongo que una vez que me deje en destino. El tiempo empeora a cada kilómetro. Oscurece cada vez más, se pone más ventoso y finalmente comienza a llover. El viento se pone rabioso. Las palmeras se sacuden más que antes. Algunas parecen que van a quebrarse. La tormenta no me molesta tanto. Pienso que podría darle un toque diferente a mis fotos y estoy bastante bien preparada, con un impermeable y una capa plástica para cubrir la cámara.
Llegamos a destino. No nos llevó más de veinte minutos. Preparo mis cosas para bajar y le pregunto al taxista cuánto le debo. Me dice que todavía no, que se queda a esperarme. No sé si se sintió mal por dejarme sola en ese lugar remoto, o si tuvo compasión por ser extranjera, o afloró su alma protectora, o simplemente muere de curiosidad. Lo que sí sé es que me conmovió y me alivió.
Me bajo del auto, me cubro con piloto y capa. Ya no llueve tanto, pero está gris y sopla mucho viento. El chofer sale del auto, introduce la mano en el bolsillo y busca su atado de cigarrillos. Desaparezco de su campo visual, me voy por un camino a la derecha que conduce al mar. Algunos árboles, un caminito, el mar también rabioso, piedras, troncos sueltos. Muchas rocas. Al fondo, un puñado de molinos eólicos. Nada muy interesante para fotografiar. Vuelvo y lo veo, su espalda apoyada en la puerta del taxi, fumando y observando la nada. Imagino que se está preguntado cuál será mi interés en ir a sacar fotos a este lugar, quizá insulso para su gusto. Me acerco a contarle. Con mi chino básico intento explicarle mi proyecto sobre las antípodas. Me sorprendo, parece entenderlo de buenas a primeras. O el tipo es muy inteligente, o mi chino es bestial, o me dice que entiende para no hacerme sentir mal. Lo que sí noto es que inmediatamente se le ilumina el rostro y muestra tanto interés que quiere colaborar con mi proyecto a toda costa. Peng Ji Cai (彭及彩), mi nuevo amigo, se siente James Bond. A partir de ahí, me deja trabajar tranquila y, cuando ve que me alejo, se sube al auto y me sigue de cerca por si lo necesito.
Cruzo un parque desierto de humanos. Sigo caminando y llego a un templo budista con poco quórum. De los altoparlantes cercanos salen unos sonidos raros, desafinados. Podrían ser de una mujer cantando. O intentándolo. Esa música, ese intento, me lleva a un restaurante karaoke primitivo, despojado de paredes, con techo, algunas mesas y tres personas que miran el menú de canciones. Intentan demostrarle interés a la que persevera en entonar sobre el pequeño escenario que parece improvisado pero no lo es. Hay un ventilador a su lado que no es necesario. Ella insiste. No se detiene a pesar de verme entrar y acercarme a retratarla.
Afuera me encuentro con Peng Ji Cai. Me espera fumando otro cigarrillo. Se acerca entusiasmado y se ofrece a llevarme a otros templos y puntos de interés. Acepto para dejarlo contento, esos lugares no me sirven para el proyecto. Regresamos donde nos habíamos encontrado. Me deja en la estación. El taxímetro muestra que debo 750 dólares taiwaneses, le dejo unos bien merecidos 1000. Nos saludamos desde lejos con una sonrisa y un dejo de tristeza también. Seguramente él tendrá mucho para contarle a su familia al final del día. No creo que tanto como yo.
18 de noviembre de 2017
Agradecimientos:
Muchas gracias a Ñeca, por compartir su historia. Al Padre Jimmy, por darme su contacto. A Peng Ji Cai, por conducirme y cuidarme.
A Alfre, por leerme.
En memoria de Alf, mi mayor e irremplazable fan.