ANTÍPODAS 4

Silvia S. Hagge
10 min readJun 23, 2022

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MISIÓN TACAAGLÉ antípoda de TAOYAN

MISIÓN TACAAGLÉ

Misión Tacaaglé es un pueblo de casitas de colores donde predominan los turquesas, los naranjas, los amarillos. Todos llamativos, chillones, ninguno pastel. Erguida a la sombra de un árbol, Isabel, de tez blanca y ojos verdes, pantalón floreado y remera fucsia, espera frente a las paredes turquesas de su casa que parece fresca a pesar del calor matinal que ya se siente en Misión Tacaaglé.

Estaciono enfrente. Bajo del auto. Me saluda con el cariño de una vieja amiga aunque sea la primera vez que me ve. Me invita a pasar y a sentarme en el comedor. En el fondo adivino una máquina de coser cubierta por vestidos a medio hacer. Más tarde compruebo que se dedica a la costura. La puerta principal, abierta de par en par, deja entrar la luz del sol que es interrumpida un instante por la llegada de Mary, su hermana mayor, cuya energía y agilidad contrastan con la suavidad y parsimonia de Isabel. Vaya, otra antípoda. Hablamos un rato, les cuento un poco mi proyecto. Como de costumbre, no les interesa tanto como a mí escuchar lo que ellas tienen para contarme. Mary, parece estar atareada y con poco tiempo para mí, así que decidimos salir a visitar las misiones inmediatamente.

Subimos al auto y sigo las indicaciones de mis nuevas amigas para llegar a la misión, a unas contadas cuadras de allí. Cuando llego y compruebo la facilidad con la que podemos entrar, pienso en lo afortunada que fui al dar con el mejor contacto del pueblo. Eso me recuerda cómo llegué a ellas.

Antes de rumbear para el interior de Formosa, paré un par de noches en la ciudad capital. Si alguien me hubiera dicho que el muchacho de la recepción me daría otra pista para mi proyecto, no lo hubiera creído nunca.

Alejandro, joven alto, correcto, respetuoso y de amplia sonrisa, lleva mis valijas hasta la habitación y allí me explica cómo funciona el aire acondicionado. Un rato después, me lo cruzo en el ascensor. Y es en ese preciso instante, en esas circunstancias, cuando comienza el forzado diálogo cordial de tantos empleados de hotel.

- ¿Está acá por turismo?

Seguramente no se esperaba mi extensa y apasionada respuesta en la que le describo no sólo mi proyecto sino los lugares que debo visitar.

- ¿Misión Tacaaglé? La abuela de mi esposa es de allí y prácticamente creció en la misión -responde con orgullo Alejandro.

El muchacho, notando indudablemente la iluminación no sólo de mi rostro sino de todo mi ser, se entusiasma cuando le pregunto si podría tener el contacto de esa mujer. “Trabajo hasta las once de la noche, le aviso cuando usted regrese.”

De regreso al hotel veo que mi reloj marca pasadas las once y media de la noche y descarto encontrarlo todavía allí. Sin embargo, Alejandro, con un simulado “todavía tengo algunas cosas para hacer” allí sigue, pasada su hora de salida, ansioso por hacerme escuchar el mensaje de esa mujer que ya distingo como encantadora en su armonioso tono de voz y en las “ganas que tengo de conocerla a Silvia”.

Mary es la única persona del pueblo que tiene las llaves de la iglesia. La bella y pequeña parroquia San Francisco Solano tiene el cielorraso de ceibo pintado de azul y es el original del 1900. Paredes blancas salpicadas con reliquias talladas en madera y santos. Ventiladores de techo y el aire acondicionado “que logró conseguir el Padre Jimmy, párroco de la zona”, acota Mary. Todo impecable. En el fondo, el altar también tallado en madera. La capilla es casi lo único que queda en pie en Misión Tacaaglé. El resto de las construcciones está prácticamente en ruinas.

El abuelo de Isabel y Mary, Miguel Santiago Lotto, llegó por los años ’30 desde Italia, recién casado con Esperanza Capra, a instalarse en Misión Tacaaglé. Los jesuitas ya habían llegado treinta años antes para “amansar” al pueblo toba que vivía en la zona. Con una estructura bien organizada les enseñaban a hacer ladrillos, trabajos de herrería y carpintería. Los misioneros, con la ayuda de los aborígenes, hacían su propio vino con uvas de la parra que todavía sigue en pie, cultivaban maíz, poroto, maní, batata, arroz, tabaco, algodón y legumbres. Tan grande era la cosecha que alcanzaba para autoabastecerse. No faltaban los frutales como naranjos, durazneros, papayos, bananeros y paltos. También contaban con unas quinientas cabezas de ganado vacuno. Así me cuentan las hermanas Lotto.

Según unos recortes y apuntes que me mostró Mary, hacia 1912, los aborígenes trabajaban de seis a ocho de la mañana, desayunaban y luego continuaban trabajando hasta las once. Almorzaban, descansaban hasta las dos y media de la tarde y volvían al trabajo hasta las seis, cuando acababa su jornada laboral.

Todas las mañanas cada familia recibía un kilo de carne, dos kilos de maíz, un pocillo de yerba, sal, mandioca, batata o poroto y medio litro de miel. También les daban 200 gramos de tabaco. Para las fiestas patrias y las principales festividades del año se carneaban novillos.

En las misiones, los tobas aprendían a intercambiar productos con los jesuitas a través del trueque, se horneaba el pan, se juntaba agua de lluvia en un tanque australiano para regar los cultivos y se recuperaba aquella del techo para abastecer a la comunidad. Isabel y Mary me mostraron el aljibe del jardín, con el escudo de la Orden Franciscana, que los vecinos aún siguen usando. “Lo hizo nuestro tío y nuestro padre hizo la cruz”, dicen al unísono. La misión era el único lugar con luz eléctrica. También contaba con una carnicería y una despensa.

El tío de Isabel y Mary, Luis, tenía una herrería y su padre hacía un poco de todo. Ambos crecieron a una cuadra de las misiones. Trabajaban para los jesuitas. Si bien Isabel y Mary se criaron junto a sus hermanos en un campo a varios kilómetros de ahí, fueron a la escuelita de la misión donde sus maestras eran sus tías y sus compañeros, los aborígenes. Todos los domingos iban a misa en esa capilla y participaban de las actividades parroquiales. Allí mismo se casaron Mary, Isabel, todas las hijas, hermanas y hermanos. Allí tomaron la comunión, hicieron catequesis y enseñaron. En esa misma capilla, la que ahora Mary me sigue mostrando.

La abuela de Mary e Isabel dio catequesis a los aborígenes en el jardín de su casa. Después de las clases les daba de comer. “Después armaron una escuelita”, me cuentan. “Como las mujeres que habían hecho quinto grado podían enseñar, muchas de nuestras tías fueron maestras allí”. Recuerdan en voz alta y con mucha añoranza de esos tiempos mejores, cuando todos convivían en armonía, cuando todos tenían trabajo y buena educación.

Por una escalera que se ve frágil y gastada por los años y el uso, Mary me guía al campanario. La sigo. Subo con menos agilidad que ella. Desde arriba, la misión se ve aún más linda. Orgullosa y con precisión, toca la campana. El estruendo casi me perfora los tímpanos. La campana de hierro fundido, tan pesada como bella, data de 1906. Me dice que ella es la encargada de hacerla sonar para llamar los fieles a misa. Todos los domingos, Mary llega temprano para limpiar y ayudar al padre Jimmy a preparar la misa. Participa de ella y, cuando todos se van, mueve bancos, ordena, barre, pasa el trapo y no regresa a su casa antes de las nueve de la noche.

Después de esta memorable visita de la misión me llevaron a la casa donde vivían los abuelos, a una cuadra de allí. Un hombre alto y sonriente corta el pasto y nos saluda. Es un primo político de las hermanas Lotto. La simpática prima entra al instante al jardín de su casa en bicicleta. Pelirroja, pelo corto, ojos claros y con delantal de escuela. Es maestra de frontera y vive allí con su marido, el hombre alto y sonriente que corta el pasto en el jardín. Nos invita a pasar a su casa y nos muestra las habitaciones, todas pintadas de verde y con muchas cosas colgadas en las paredes. Artesanías, recuerdos de los aborígenes y muchas fotos antiguas de la familia. Una pintura de un atardecer en una playa con palmeras junto a un Cristo tallado en madera. Una habitación con una cama y sillones con carteras, sombreros y almanaques colgados en la pared, también verde, al lado de una foto del Papa Francisco. La prima saca una caja con más fotos. Me las muestra y me cuenta quiénes son.

En esa casa las niñas Mary e Isabel pasaban los domingos después de misa. Una casa con muchos recuerdos. Qué suerte que todavía pueden visitarla.

El vacío que siento en el estómago me alerta que ha pasado el mediodía. Comienzo a anticipar mi partida, cuando oigo una conversación y unos llamados telefónicos. Me doy cuenta de que se están organizando para buscar comida en una rotisería que allá llaman comedor. Vamos por ella, pero no me dejan pagar. Ya habían acordado con el dueño que les fiara. Compartimos un hermoso almuerzo en su casa y esto me lleva a recordar tantos otros lugares humildes que he visitado en el mundo donde la generosidad abunda.

Antes de irme Mary me invita a conocer su casa. Llena de crucifijos, limpia, sencilla. Libros y escritos cubren la mesa del comedor. Todos sobre las misiones. Están sobre la mesa como si hubiera estado trabajando con ellos hasta antes de ir a mi encuentro.

Me acompañan al auto. Me despiden con mucho más cariño todavía que cuando nos conocimos unas pocas aunque intensas horas antes.

11 de noviembre, 2019.

TAOYAN

Dejo el hotel, voy a la estación y tomo el tren a Zhong Li, que queda a unos cuarenta y cinco minutos de Taipéi. El tren llega antes de lo previsto y esto me permite subir tranquila, encontrar un lugar cómodo para instalar mis valijas y sentarme sobre ellas. Al rato, noto que el baño está convenientemente ubicado frente a mí. Observo que la puerta se abre apretando un botón a la derecha y se cierra apretando otro desde adentro. De tanto verlo me convierto en una experta orientadora de aquéllos que desconocen su funcionamiento.

Antes de llegar a destino decido usarlo. Por miedo a que me roben las valijas prefiero usar los baños cuando el tren está en movimiento y no cuando está parado en una estación. Aprieto el botón de afuera, entro y cierro la puerta apretando el de adentro, el mismo que todos los usuarios anteriores a mí ya habían apretado.

En pleno chorrito me doy cuenta de que no hay papel higiénico y que los pañuelos descartables están dentro de la valija, del otro lado de la puerta. Tranquila, Silvita. Acordate que la amorosa chica del hotel te imprimió los horarios de trenes para poder saber el andén de salida y, por qué no, para que puedas utilizarlo unas horas más tarde en una emergencia sanitaria. En el preciso instante en el que estoy extendiendo la hoja A4 salvadora siento ese característico ruidito neumático de las puertas automáticas (swiiffff) y caigo en la cuenta de que después de cerrarla también había que trabarla.

Presagio una pesadilla y, acto seguido, empieza a concretarse frente a mí. Veo que la puerta comienza a deslizarse. Los pantalones están por las rodillas. El horario de trenes, en la mano. No sé qué hacer primero, ¿taparme con el horario?, ¿secarme frenéticamente?, ¿trabar la puerta?, ¿gritar para espantar a quien intenta ingresar?, ¿todo a la vez?. Tarde. La puerta ya está abierta de par en par, yo gritando y el resto de los pasajeros mirando hacia adentro.

Supongo que en el frenesí habré apretado el botón de adentro porque la puerta se cerró. En los minutos eternos que siguieron me quedo mirando a la nada, intentando analizar lo que acaba de ocurrir. Me lleva un tiempo encontrar el coraje suficiente para salir. Pienso una frase en mandarín para disculparme con el pobre señor (sí, era un señor) que abrió la puerta. La abro, hay menos personas y el hombre ya no está. ¿Se habrá arrojado del tren? Vuelvo a sentarme sobre mis valijas. Intento descubrir alguna reacción en los demás pasajeros. Nada. Evidentemente es gente muy civilizada, nadie se atreve a mirarme ni a hacer ningún comentario. Y ahí pienso: Qué suerte ser anónima.

Bueh, en realidad lo era hasta que se me ocurrió ir al baño.

17 de noviembre, 2017

La capilla de Misión Tacaaglé. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge
Mary y su campana. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge
Mary, su prima y las fotos en lo de sus abuelos. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge
Cerca de Misión Tacaaglé. Noviembre, 2019. ©Silvia S. Hagge
Distrito de Zhong Li. Taoyan. Noviembre, 2017. ©Silvia S. Hagge
Distrito de Zhong Li. Taoyan. Noviembre, 2017. ©Silvia S. Hagge

Agradecimientos:

Muchas gracias a Mary e Isabel, por mostrarme y contarme, al Padre Jimmy por su tiempo y contactos. A Alejandro por ayudarme a llegar a las hermanas Lotto. Al señor que abrió la puerta del baño que me llevó a tener una historia para contar. A la amable empleada de la estación que me dio una hoja A4 con los horarios de trenes que me sirvió en una emergencia.

A Alfre, por leerme.

En memoria de Alf, mi mayor e irremplazable fan.

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Silvia S. Hagge
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Written by Silvia S. Hagge

Primero viajo, después te cuento. El viaje es una excusa. Una excusa para sacar fotos. Otra excusa para encontrar historias.

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